En estos tiempos de recortes se ha hablado mucho sobre el nivel del gasto público en España. El Gobierno insiste que el Estado lleva demasiado tiempo viviendo por encima de sus posibilidades; la oposición, mientras tanto, insiste que el nivel de gasto público en España es inferior a la media europea.
Lo cierto es que la izquierda tiene razón en este caso. El gasto público en España está seis puntos por debajo de la media del continente (43,9% del PIB, compara con el 49,1% en la UE); en este sentido podemos permitirnos el estado de bienestar que tenemos si quisiéramos pagarlo. Si buscamos el equilibrio presupuestario a medio/largo plazo es factible hacerlo vía impuestos, aunque probablemente sería necesario que parte de la recaudación tuviera que venir de las clases medias.
Por desgracia, el debate en España tiende a excluir un componente crucial al hablar sobre gasto público: su utilidad. Aumentar el peso del estado en la economía de un país es un medio, no un fin; estamos dando más dinero al gobierno, pero realmente no estamos explicando para qué. Basta con echar una mirada a datos de la OCDE para ver que tener un sector público potente no quiere decir gran cosa cuando hablamos de generar igualdad.
Vaya por delante, el volumen de gasto público está relacionado con el nivel de redistribución de renta. Esta correlación, sin embargo, es relativamente débil; por cada país con un sector público descomunal e increíblemente igualitario como Suecia tenemos otro con un gasto estatal parecido pero mucho más desigual, como Francia o Portugal. Del mismo modo hay países con sectores públicos relativamente pequeños pero sorprendentemente igualitarios (como Corea del Sur, Canadá o Australia), del mismo modo que vemos países con gasto reducido y tremendamente desiguales (Estados Unidos).
Dicho en otras palabras: una cosa es recaudar dinero, otra es gastarlo de forma efectiva. Defender el gasto público no es defender el estado de bienestar; un gobierno puede dedicar cantidades ingentes de dinero a cosas como centrales nucleares, empresas públicas o pagar sueldos espléndidos a sus funcionarios sin realmente redistribuir demasiado.
En el caso español esta discusión es especialmente relevante, ya que nuestro gasto público es increíblemente ineficaz. España recauda una cantidad relativamente decente de dinero, pero su estado de bienestar y servicios públicos apenas mejoran la distribución de la renta cuando toca gastarlo. Canadá tiene un gasto público considerablemente inferior a España (cuatro puntos menos), pero con una tasa de desigualdad muy similar. Alemania y Holanda tienen niveles de gasto parecidos (ambos rondan el 44-45% del PIB), pero una distribución de renta mucho más igualitaria. Estas diferencias no se derivan de ser sociedades más igualitarias antes de impuestos y transferencias (Alemania es bastante más desigual, Canada y Holanda son parecidas a España), sino de una mayor eficacia en el gasto. El estado de bienestar español no es especialmente grande, pero es bastante menos redistributivo de lo que debería.
¿Cuál es el motivo detrás de esta ineficacia? El diseño institucional del estado de bienestar español no es demasiado distinto al del resto del continente. La sanidad es modelo Beveridge, muy redistributiva e increíblemente barata para su nivel de servicio. El sistema de pensiones y desempleo, basado en cotizaciones sociales, es menos universalista, pero no es demasiado distinto al de otros países continentales. La educación es pública, y con un nivel de gasto comparable a otros países.
El origen del problema, en esta ocasión, no es andamiaje del gasto público, sino su interacción con una institución típicamente española: nuestro mercado laboral. Más concretamente, la espantosa dualidad entre insiders con contratos indefinidos y seguridad laboral y outsiders con contratos temporales o en el paro. El motivo es muy sencillo: el acceso a gran parte de los servicios y prestaciones de nuestro estado de bienestar depende de las cotizaciones sociales, con un sector no-contributivo bastante residual. El 30-35% de la población activa sistemáticamente excluidos de nuestro mercado laboral nunca llegan a cotizar suficiente como para tener acceso a esos servicios. El resultado es un Estado de bienestar que, paradójicamente, sólo protege a aquellos que menos lo necesitan, con el resto dependiendo de redes familiares.
Cuando hablamos de defender el Estado de bienestar en España, por lo tanto, debemos tener en mente que estamos hablando de una maquinaria profundamente disfuncional. Mantener o aumentar el gasto público, por sí mismo, apenas tendría consecuencias redistributivas. Si queremos mejorar el sistema o bien debemos abandonar su dependencia en cotizaciones sociales (muy costoso y con efectos redistributivos limitados) o acabar con la increíblemente, insensata, estúpida dualidad del mercado de trabajo en España.
Es muy difícil, por no decir imposible, conseguir un país más igualitario mientras excluyes un tercio de la población del mercado de trabajo. Si no arreglamos este problema antes, cualquier discusión sobre gasto público y redistribución en España es perder el tiempo.