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Por qué no soy progresista

La reina Letizia durante la clausura del XVI Seminario Internacional de Lengua y Periodismo.
28 de noviembre de 2023 22:13 h

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El título de esta columna, claro, es una provocación: también de las provocaciones se aprende. Pero es, al mismo tiempo, una idea que he defendido en conversaciones con colegas y desconocidos una y otra vez: el lastre que supone para cierto espacio político un apego malsano a la idea de progreso y al vocablo “progresistas”, como si esa apelación fuera la única manera de comprendernos y de hacernos entender. Espero que quien lee me permita dar un par de razones, más como vetas posibles del pensamiento que como argumentos plenamente desarrollados:

1. Porque casi nunca nos referimos a una idea adecuada del progreso. El progreso es metonímico: casi siempre hace referencia a “modernizaciones” poco específicas, a la ampliación o en ocasiones liberalización de un mercado, a la obtención y cristalización de derechos civiles, para englobar todos estos hechos en una misma idea de algo que avanza o se mueve en dirección “positiva”, afirmativa, adelante. Pero el progreso también arrastra consigo ideas civilizatorias o de humanización: una sociedad, al “progresar”, parece ser superior o cumplir superiormente ciertos objetivos.

2. Por la parte de razón que tienen sus críticos, más allá del cherry picking o de las manipulaciones en las que incurren. Pensadores como Christopher Lasch, Christophe Guilluy o Jean-Claude Michéa han sido utilizados para esbozar una enmienda a la totalidad a cualquier idea asociada al progresismo o a la izquierda. Para algunos de estos pensadores, la izquierda, convertida en el partido del mañana, habría pasado a considerar que “todo paso adelante es, por definición y siempre, un paso en la buena dirección”, disolviendo en consecuencia todos los vínculos comunitarios, tradiciones y remanentes del pasado, identificándose a sí misma con la progresión histórica capitalista, generando desarraigo. Para Michéa, es el complejo de Orfeo: la incapacidad de mirar atrás.

3. Porque el progreso suele ir vinculado a cierta idea del crecimiento. Y, si bien quizá no es necesario desechar cualquier cosa parecida o adyacente a la idea de crecimiento, lo que no podemos permitirnos es ceder, quedarnos en la retaguardia y que figuras públicas como Letizia Ortiz encarnen mejor el espíritu de la época que nosotras: ¿podemos permitirnos que Letizia hable de decrecimiento y nosotros no lo debatamos? El culto del mañana o del progreso infinito va ligado a un culto al crecimiento sin pausa que ignora con frecuencia sus consecuencias en el sur global y se tapa los ojos para no ver sus fallas o grietas, para no darse cuenta de sus propias imposibilidades. Mi intuición es que el espíritu de nuestra época está más cerca de esa ya famosa intervención de Letizia Ortiz en el XVI Seminario Internacional de Lengua y Periodismo que del cacareo de progreso, progreso, progresistas, desarrollo. Y, en consecuencia:

4. Porque no creo, en realidad, que el vocablo progresistas, como en otro momento se debatió sobre la conveniencia de la palabra izquierda, sea el más útil para definir, dar respuesta, encarnar o siquiera conversar con la sensibilidad política y moral de mi generación, menos aún la del futuro. El gran reto –muchos ya lo han esbozado bien– tiene que ver con un mundo deseoso de orden y certezas al cual la extrema derecha ofrece métodos aún no del todo comprobados –aunque genere, en realidad, desorden e incertidumbre– y frente al cual lo que convenimos en denominar izquierda sigue empleando las mismas palabras, sin fijarse del todo en si son útiles más allá de lo mucho que ya nos hemos acostumbrado a ellas.

5. No le tengo especial cariño al término progresista, entonces, porque creo que no describe del todo bien la realidad del temperamento de quienes defendemos más justicia, más derechos, incluso una radicalización de la democracia; no pienso que abarque el genuino espíritu de conservación que agita toda la lucha climática de la cual se ha hecho portavoz internacionalmente la juventud; no considero que sea realmente útil como apelativo aparentemente vacío ni sirva para ampliar los oídos dispuestos a escucharnos; no llego a convencerme de que me diferencie, encima, de quienes también lo usan y defienden, en el fondo, todo lo contrario de lo que aspiro a defender. Y espero que, más allá de la provocación inicial, sirvan para debatir y sean mínimamente convincentes estas aperturas o motivos de recusación al apelativo progresista. Que cada cual lo ataque o defienda como considere.

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