No vivimos para morir de esa manera

13 de septiembre de 2020 21:30 h

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Les voy a contar una historia dura y lo haré sin paliativos, porque la misma historia demuestra que la vida, a veces, es así. Carlota tiene veinticinco años y es educadora social. En marzo del 2020 llevaba ya tres años trabajando en la residencia de ancianos Bertran y Oriola de Barcelona. Si buscan Bertran y Oriola en internet descubrirán que ha sido un foco de muerte, desesperante soledad y silencio. 

Hay que imaginar que si a los veintidós te metes en una residencia de ancianos ocho horas al día por mil cincuenta y siete euros netos al mes es que hay una fuerte vocación detrás. Es el caso de Carlota. Ya les avanzo que medio año después, viendo lo que ha visto y, encima, habiendo perdido su trabajo, ella quiere volver a trabajar con personas mayores.

Pero retrocedamos. La pandemia llega cuando Carlota lleva tres años en la residencia y sabe cosas de las que sólo se saben en casa: qué música le gusta escuchar a cada uno por la mañana, el esmalte de uñas preferido de cada una de ellas, la ilusión con la que esperan la hora de las visitas, hasta historias de nietos que los nietos no pueden ni intuir que hayan llegado hasta los oídos de Carlota. Eso es un día a día de familia, de casa, de rutinas y de charlas. De afectos. 

A final del mes de marzo todo eso se acaba de golpe, como todo. En la residencia se encuentran los primeros casos positivos y Carlota decide autoconfinarse con los mayores. Está ella sola durante seis largas noches, ni rastro del personal sanitario habitual ni de la dirección. Nadie más para 92 ancianos.

¿Por qué? Carlota cuenta las ausencias entre los que tuvieron miedo y dejaron el trabajo y los que se contagiaron y estaban de baja. De la dirección prefiere hablar en los juzgados.

La Bertran y Oriola en esos días estaba gestionada por la compañía Eulen, un gigante de los servicios generales con más de 48.000 trabajadores en España. No es una compañía pequeña, con pocos recursos, con pocas manos, no. Pero en la Bertran y Oriola 92 ancianos quedaron a cargo de una educadora social de veinticinco años que se ofreció a autoconfinarse con ellos en los días más duros. Del 29 de marzo al 4 de abril. Lo siento si empiezan a notar algo de rabia por sus venas, he avisado que no habría paliativos, porque no los hubo: de los 92, en junio habían muerto 36.

Volvamos a retroceder. Carlota se encarga de dar la medicación, asear y cambiar la postura de los residentes más impedidos cada ciertas horas durante la noche. Ella no sabe de eso. Algún compañero enfermero le dice por teléfono qué hacer y cómo. En aquel momento no había la posibilidad de hacer pruebas, recuerden los días de los teléfonos de emergencias saturados. Ella les medía la temperatura y el oxígeno en sangre, les hablaba y les tranquilizaba. Al día siguiente le pasaba el parte al médico.

Por la mañana hubo días en que las chicas de la limpieza se tuvieron que encargar de dar los desayunos y Carlota cuenta que hubo compañeros que tuvieron que ayudarse de tutoriales de Youtube para conectar bombonas de oxígeno. De las ocho noches que pasó allí, las últimas dos estuvo acompañada de una auxiliar. En total pasan nueve días en que acaba agotada y desesperada, hasta que Carlota da positivo por coronavirus. 

Aquí empieza la segunda parte de la historia de Carlota, un auténtico periplo de casi dos meses aislada en hoteles. La mirada se le oscureció, a esta chica de veinticinco años, y una vez las pruebas indicaron que ya no tenía el virus volvió a casa con una baja por depresión.

No quieran saber que cuando volvió al trabajo en julio, la Generalitat había expulsado a Eulen de la gestión de la residencia Bertran y Oriola, lo mínimo ante la intolerable cifra de muertos y la dejación de responsabilidad que demuestra el relato de Carlota, y se la había encargado a otra entidad, las Hermanas Hospitalarias-Psicoclínica de la Mercè. Carlota firmó la subrogación de su contrato, pero al reincorporarse le comunicaron que no contaban con ella ni con sus servicios como educadora social. 

Tomen aire, quizá lo necesiten. 

A las puertas de un otoño que será complicado existe la posibilidad que cerremos en falso la muerte de 20.000 ancianos a dia de hoy en España en residencias con Covid-19 o síntomas compatibles con la enfermedad. La mayoría de residencias son centros sociales y no tienen los recursos asistenciales de los hospitales o los centros sociosanitarios.

Eso y que lo que vivimos en primavera fue un tsunami salvaje lo podemos entender y asumir. Que hubo dejación de responsabilidad por parte de quien tenia vidas a su cargo hay que investigarlo y juzgarlo, porque esa dejación provocó muertes. Vidas sin despedida a las que un juez deberá poner un apellido. Que nos equivocamos al precarizar profesiones como las de cuidados a las personas hay que aprenderlo y cambiarlo, como el plan que hoy tenemos para las personas mayores en la recta final de sus vidas.

Esos mayores somos nosotros dentro de cuatro días y supongo que estaremos de acuerdo en que no vivimos para morir de esa manera.