El Nobel de la Paz lo deciden cinco personas elegidas por el Parlamento noruego, la mayoría expolíticos, según un acuerdo partidista. Ahora se trata de tres hombres y dos mujeres, entre ellos un exministro criticado por sus atenciones a Vladimir Putin, un filósofo que aconsejaba al fondo soberano de su país y una exgobernadora cuyo máximo logro fue oponerse a la Unión Europea.
Son todos noruegos y su elección depende de los debates de política interna de un país con cinco millones de habitantes acomodados en los ricos márgenes petroleros del planeta. No es un comité de grandes expertos internacionales: es un comité sobre todo de políticos noruegos, y esto se olvida por el impacto que tiene su premio.
El comité del Nobel de la Paz no publica sus debates ni sus criterios de decisión y la lista de las propuestas que ha recibido es secreta hasta 50 años después. No hay rondas con rotación de expertos tan organizadas como en otros grandes premios con impacto, como el Pulitzer. La falta de transparencia del galardón para quienes han contribuido a la paz en el mundo es parecida a la de los comités que deciden los Nobel de literatura o ciencias.
Los premios con tanta carga simbólica, además de cuantiosas sumas de dinero, deberían ser un reflejo del mundo actual. Y en cambio el Nobel sorprende a menudo honrando a perfiles parecidos que no siempre representan los grandes debates del momento o de los ideales de hacia dónde podría ir la sociedad.
La totalidad de hombres premiados en 2019 sonroja. Este viernes el primer ministro de Etiopía, Abiy Ahmed, nuevo Nobel de la Paz, se convirtió en el hombre número 11 entre las 11 personas premiadas este año -el Nobel de Literatura a la polaca Olga Tokarczuk corresponde a 2018- en distintas categorías (y con distintos comités). Y hasta aquí el recuento oficial: queda el galardón de Economía, pero no se llama Nobel porque no estaba entre los originales que planeó el fundador en su testamento. El mensaje de que los mejores de este año en tantos campos son hombres es sólo una demostración más de que un grupo tan reducido y oscuro de expertos o pseudo-expertos escandinavos es poco representativo del mundo actual. Pero ésta no es ni mucho menos la única laguna.
El objetivo del Nobel de la Paz es dudoso y cambiante. La paz entre Etiopía y Eritrea que homenajea este año todavía no es una realidad más allá de unos pocos gestos y, pese a los esfuerzos históricos de Abiy, las tensiones regionales siguen provocando refugiados mientras en Eritrea continúa el estado de emergencia.
No es la primera vez que el Nobel de la paz va a parar a alguien de manera prematura, como demostró el galardón hace una década a Barack Obama, que aprovechó su discurso para explicar por qué no lo merecía.
El poder de premios como éste debería ser su capacidad de inspirar pero cuesta pensar que esos ideales en un mundo tan complejo como el de 2019 vayan a venir de un viejo salón en Oslo.
El reconocimiento de quién es el mejor siempre puede ser objeto de debate, pero todavía lo es más si la decisión viene de un panel tan reducido y homogéneo. Pese a las reformas, como que el comité del Nobel de la Paz no esté formado por políticos en activo, el organismo no deja de ser un pequeño grupo poco variado e independiente. Alfred Nobel tuvo una gran idea, pero tal vez ha llegado el momento de custodiarla mejor.