La nueva censura

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En The Guardian acaba de publicarse una noticia en la que se informa de que la editorial Puffin, que publica la obra de Roald Dahl, ha contratado a unos “lectores sensibles” (sensitivity readers, como los llaman en inglés) para detectar todo lo que, desde nuestra óptica actual, puede ser considerado ofensivo, y luego reescribirlo de manera que no moleste a nadie y que los niños y niñas de ahora puedan leer esos textos sin sobresalto. Unos textos que se han hecho famosos y se han disfrutado durante varias generaciones precisamente por ser transgresores, un tanto crueles, un tanto malvados, cargados de humor negro, y que ahora serán mucho más suaves.

Empieza a dar la sensación de que la progenie actual, o más bien sus progenitores, se sobresaltan constantemente por cualquier cosa. Ahora un personaje ya no puede ser “gordo”, ni “feo”; hay que eliminarlo por si alguien se siente ofendido, aunque “bestial” se ha mantenido, vaya usted a saber por qué. De otros personajes ya no se puede decir que eran “un hombre” o “una mujer”, sino “una persona”, ya que, al parecer, esos lectores contratados creen que puede herir la sensibilidad de la infancia el que un ser humano sea declaradamente una cosa u otra.

Me resultaría ridículo, si no fuera porque el miedo que me da es más fuerte que la risa que me provoca. Da la impresión de que alguien -o más bien “alguienes” como ya dijo Cervantes- ha decidido que nuestra forma de ver el mundo en la zona occidental, blanca y rica, en el siglo XXI, es la única que vale, y todo lo que se ha producido antes debe ser adaptado a lo que ahora nos parece bien. Textos que se escribieron hace cien años, quinientos, mil, que presentaban el mundo como era entonces y llamaban a la realidad con las palabras que entonces la categorizaban deben ser reescritos porque ahora ya no nos gustan. 

La censura empieza a asomar su fea cabeza (ops, he dicho “fea”), aunque, según quienes defienden esta operación, no se trata de censura, sino de una simple adecuación ad usum delfini de conceptos que ya no casan con la sociedad que deseamos. ¡Pues claro que se trata de censura! Esa es precisamente la definición según el diccionario de la RAE en su segunda y cuarta acepción: “Corregir o reprobar algo o a alguien”; y “dicho del censor oficial o de otra clase: Ejercer su función imponiendo supresiones o cambios en algo.” Es decir, se impone o se corrige algo porque se considera reprobable. Censura.

Los textos literarios que nos han legado las generaciones anteriores son documentos históricos y culturales que no se pueden ni deben falsear impunemente. Parece que ahora nos hemos vuelto tan vagos que nos da pereza explicarles a nuestros hijos o alumnos por qué en el siglo XIX se consideraba que las mujeres eran menos inteligentes que los hombres, o en el siglo XIV que los humanos con un color de piel que no fuera el blanco rosado eran casi animales y no tenían alma, lo que daba derecho a los rosados a esclavizarlos, o en muchos momentos históricos, hasta hace poquísimo, que las personas homosexuales eran seres perversos. Lo que hay que hacer es precisamente explicarlo, ponerlo en contexto, hacer que entiendan cuánto hemos progresado en los derechos humanos, en el respeto a la dignidad de los demás, en lugar de tacharlo, prohibirlo, reescribirlo. Haciendo eso estamos borrando de un plumazo toda la larga lucha para conseguir los derechos de los que gozamos ahora.

Además, si seguimos por ese camino, acabaremos cayendo -y muy deprisa; la historia nos lo enseña- en la autocensura, que es casi la peor de todas las censuras. Si los creadores, los artistas de todas las ramas se dan cuenta de que hay ciertos temas que no se pueden tratar, ciertas palabras o situaciones que se prohíben o se tachan, acabaremos por tener una literatura lisa, floja, superficial, que no corra el riesgo de ofender a nadie.

Lógicamente, no podremos seguir leyendo a los grandes clásicos. Cualquiera que conozca bien la obra de Shakespeare o de Cervantes sabe que no es precisamente políticamente correcta como se entiende ahora. Agatha Christie era clasista, machista, colonialista y otras lindezas; no hay más que releer sus novelas para darse cuenta. En Inglaterra, el título de una de sus obras más famosas “Diez negritos” (“Ten Little Niggers”) cambió a “Ten Little Indians”, con lo cual no sé si alguien ha salido ganando. ¿O es que los indios tienen un lobby menos fuerte que los negros?

En Inglaterra, el título de una de sus obras más famosas “Diez negritos” (“Ten Little Niggers”) fue cambiado a “Ten Little Indians”, con lo cual no sé si alguien salió ganando. ¿O es que los indios tienen un lobby menos fuerte que los negros? Y ha acabado llamándose “And Then There Were None” (“Y no quedó ninguno”), con lo que nos ahorramos los colores de piel y nadie puede ofenderse, a menos que a alguien le parezca mal el asesinato en una obra de ficción.

Pero, de momento, el texto de sus novelas no se ha modificado. ¿Vamos a reescribir todo lo que ahora ya no nos parece bien, como que se hable con naturalidad de “la solterona” para referirse a un personaje? ¿Vamos a borrar a todas las amas de casa y madres de familia de las novelas porque ahora sabemos que las mujeres somos capaces de muchísimo más? ¿Qué hacemos con personajes como Otelo, que además de no ser blanco, -the Moor of Venice, en inglés de la época, es “el Negro de Venecia”- resulta que es el asesino, el malo de la película? ¿Quitamos también el papel de Ofelia, que se suicida, para evitar que los lectores quieran copiar su comportamiento? Ni siquiera la Iglesia Católica con su tremendo afán de censura llegó tan lejos. Y, hablando de iglesia: ¿reescribimos las epístolas de San Pablo por machistas, que lo son, y mucho?

Después de muchos años enseñando literatura, llegué a ver con claridad que, históricamente, a una época platónica le sucede una aristotélica. Llevamos mucho tiempo en una platónica y, por eso me he pasado décadas sabiendo que lo más probable era que antes o después entrásemos en una fase de contención, decoro, buen gusto, reglas y más reglas para poner un poco de orden en el caos de la post-postmodernidad (espero que quede claro el tono irónico por mi parte). Parece que estamos llegando a ello: nada de excesos, ni presentes ni pasados, todo reglamentado, nada que nos sacuda o nos hiera la sensibilidad o nos impida dormir, puro aburrimiento pautado.

El arte tiene que sacudir, jugar, impactar, desafiar al lector, al espectador, proponerle nuevas ideas, ofenderlo, sacarlo de su calma… Para eso sirve el arte. ¿Recuerdan cuando Gabriel Celaya decía: “Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales”? Pues estamos llegando a eso: a textos reescritos para no ofender, a listas de libros que no pueden ya sacarse en préstamo en una biblioteca, a “trigger warnings” en los programas de literatura de ciertas universidades, donde el personal docente tiene la obligación de hacer un elenco de las obras que van a leerse durante el curso y poner al lado de cada título todo lo que puede resultar hiriente a las y los estudiantes, a pesar de que ya son mayores de edad y han elegido voluntariamente esa carrera: “aquí hay una violación”, “en esta hay dos asesinatos”, “aquí muere un perro” (y les juro que este ejemplo no es un chiste).

No podemos permitir que nos quiten el derecho a leer las obras antiguas como fueron escritas en su día, con todas las palabras, con la visión del mundo como era entonces. Ni podemos permitir que los autores actuales se autocensuren para no ofender a nadie. Siempre hay algo que ofende a alguien. El mundo es grande y cada lector o lectora tiene su sensibilidad, pero también tiene el derecho a no leer lo que no le gusta. A lo que no tiene derecho es a mutilarlo porque a él no le gusta. O a ella, claro.