No hay una sola prueba en el sumario judicial que demuestre que Mónica Oltra maniobró desde su departamento para proteger a su marido, cuando ya se estaba separando de él y no tenían vida en común, en el caso en el que fue investigado por abusar sexualmente de una menor tutelada en un centro donde la pareja de la vicepresidenta ya trabajaba antes de que ella llegase a la Generalitat.
No hay pruebas y sin embargo no es extraño que la dirigente de Compromís haya resultado imputada: tanto la fiscal superior de Valencia, Teresa Gisbert, una reputada jurista asociada a la Unión Progresista de Fiscales, como los magistrados del Tribunal Superior consideran que hay materia para seguir investigando. Quieren saber si la entonces número dos del Gobierno valenciano maniobró al frente de la Conselleria de Políticas Inclusivas para proteger a su exmarido en la causa donde acabó condenado a cinco años de prisión por un delito continuado de abusos a una menor (entre dos y diez veces, según la sentencia) con el agravante de prevalimiento. O si al menos Oltra dio instrucciones a su departamento para proteger su propia carrera política en el expediente interno que abrió su consejería para investigar los casos de abusos y en el que funcionarios y cargos públicos dieron poca credibilidad a la entonces denunciante, una menor con una relación complicada con los educadores y vigilantes que a menudo era castigada y enviada a un cuarto separada del resto de las internas, donde se produjeron unos abusos que ya han sido certificados por la Justicia.
El papel de Oltra en ese expediente es lo que se va a investigar a partir de ahora y por lo que estaba citada la ya exvicepresidenta de la Generalitat el próximo 6 de julio en el Tribunal Superior de Valencia. No se necesitan pruebas sólidas para seguir adelante con una instrucción judicial. Bastan indicios, también para los aforados como Oltra, por mucho que se necesite una exposición motivada para investigar a un diputado autonómico. Si hay pruebas para condenarla o no, eso se dirimirá en un juicio que todavía queda lejano y en caso de que no se archive todo por el camino. La instrucción se encuentra en una fase preliminar. Y en el Derecho Penal ser imputado no significa más que estar siendo investigado, tener derecho un abogado y a mentir en tu defensa, una licencia que no se permite a los testigos, que pueden ser perseguidos por falso testimonio si no dicen la verdad en un juzgado.
Eso es todo lo que implica la imputación en una investigación penal. Otra cosa son las connotaciones de la palabra –que han llevado a una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en 2015 para suavizar el término y cambiarlo por investigado–. Cuestión diferente son también los códigos éticos y programas que han trazado algunas organizaciones políticas durante la última década de escándalos y corrupciones varias.
Por eso, la investigación a Oltra sería perfectamente compatible con su continuidad en la Generalitat y el Parlament valenciano. Ya no será así y, tras su doble dimisión de este martes, pronto será un juzgado ordinario el que se haga cargo de una causa que de momento la ha apartado de la primera línea política, quién sabe si para siempre, y que también había situado al borde del precipicio al Gobierno de Ximo Puig.
Intereses partidistas y cacerías de la extrema derecha mediática (y de la otra) aparte, el clima que la ha llevado a renunciar hunde sus raíces en la eterna confusión entre las responsabilidades políticas y judiciales y en una falta de conciencia democrática que ha empujado a partidos políticos, editorialistas y comunicadores a trazar sus propias líneas rojas sobre la permanencia en cargos públicos. El mandamiento que se ha extendido en algunas organizaciones, tras los años de corrupción y escándalos políticos, es que una imputación implica dimitir. Ahí se han situado formaciones como Ciudadanos y hasta Podemos en un primer código ético que luego se cambió para situar la frontera en el procesamiento (cuando uno ya está sentado en el banquillo del juicio).
No sucede igual en otros países europeos, donde los políticos abandonan sus cargos por comportamientos poco éticos, por traicionar su programa electoral o por conductas socialmente inapropiadas. Las hemerotecas están plagadas de dirigentes que dejan sus puestos cuando se dan a conocer algunos errores de juventud. Por plagiar tesis en la universidad. Por verter comentarios racistas hace años. Por gastos difíciles de justificar. Por aprovecharse del cargo público de alguna forma. Conductas, todas, que no colisionan con ningún código penal o que estarían prescritas pero que se asumen como impropias de servidores públicos e implican la renuncia.
España ha llegado al paroxismo de que hay políticos y tertulianos reclamando pedir perdón al anterior jefe del Estado. Pese a haber quedado demostrado que defraudó a la Hacienda pública. La explicación vuelve a ser judicial: como no hay condena -y no la ha habido porque algunos de los hechos se produjeron cuando era jefe del Estado y por tanto inviolable y porque en otros casos la Fiscalía le permitió regularizar el dinero defraudado antes de denunciarlo en la Justicia-, somos los demás los que debemos pedir disculpas a Juan Carlos I.
En este país donde la sede del principal partido de la oposición fue reformada con el dinero negro que lo alimentó durante 30 años, el de Correa, los ERE de Andalucía, los millones de euros en altillos de los suegros, las líneas rojas suelen ir moviéndose en función de la camiseta del que se juzga. Y ahí la derecha mediática lleva varios cuerpos de ventaja desde hace décadas.
En esta época en que salen sentencias condenatorias de Gürtel una detrás de otra ya casi nadie recuerda aquellos primeros días del caso en que quien tuvo que dimitir fue un ministro del Gobierno de Zapatero, el de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, al que el PP y sus medios afines acusaron de participar en una jornada de caza junto el entonces instructor de la causa Baltasar Garzón. Ningún episodio refleja mejor la hegemonía mediática de la derecha: cuando estalló el caso Gürtel que acabó haciendo caer a un Gobierno una década después, quien primero dimitió, en medio del ruido y aquellas declaraciones de Rajoy de “las tramas contra el PP”, fue un ministro socialista.
Últimamente en esa prensa que disculpa las comisiones millonarias de hermanos, amigos y demás parientes con cargo a los presupuestos de la pandemia ha hecho fortuna la tesis de que solo con que un juez o un tribunal abra una investigación, el cargo público debe dimitir.
Si esa es la raya en el suelo, Oltra, está claro, debía dejarlo. Diferentes medios le achacan que es el listón que ella misma había fijado para sus rivales aunque eso suponga pasar por alto las declaraciones en las que exigía la renuncia del expresidente valenciano Francisco Camps, no por su imputación sino por las conversaciones que la policía le grabó con la banda de Correa, una organización criminal que ha acumulado desde entonces cientos de años en condenas. Camps, es incontestable, acabó absuelto por el caso de los trajes y columnistas célebres le han dedicado hagiografías. No hay noticias de que el PP vaya a rescatarlo para la primera línea política, muy probablemente porque su figura política ha quedado arrasada por sus manejos e indecentes conversaciones con delincuentes que organizaban sus campañas, como El Bigotes y compañía.
Un debate público sosegado y sin bufandas de partidos (que ni está ni se le espera a corto plazo en España) obligaría a buscar consensos sobre la necesaria integridad de los cargos institucionales, la ética de lo público y sus líneas rojas, en lugar de descargar la responsabilidad de las dimisiones en decisiones de jueces y fiscales que bastante tienen con investigar con sus precarios medios.
No es justo ni ayuda a la instrucción de los sumarios que las responsabilidades públicas dependan también del juez que investiga un caso y trata de aplicar todas las garantías al procedimiento (entre las que se encuentra la propia condición de imputado) de la persona denunciada.
Situar la frontera de la dimisión en una imputación sin más es un disparate y obvia, además, que hay diferentes tipos de investigados. Que no es lo mismo una imputación, como algunas que hemos conocido estos últimos años, sustentada sobre informes policiales, escuchas telefónicas con autorización judicial y extractos de cuentas bancarias en paraísos fiscales que otras basadas en meros indicios que aconsejan seguir investigando. O por una mera denuncia de un tercero, al que un juez pueda darle credibilidad.
En el caso de Oltra, la fiscal y el tribunal consideran sospechoso que los trece testigos hayan declarado en sede judicial que ella no tuvo ninguna responsabilidad en los informes que dudaban de la credibilidad de una menor que acusó a su entonces marido. Por eso la investigación sigue adelante. Para determinar si protegió al marido del que se estaba separando o su propia carrera política, dice el tribunal, que admite la inexistencia de pruebas determinantes. Y por eso ha abandonado la política. Visto el trámite en el que está el procedimiento, es factible (aunque ni mucho menos seguro) que resulte absuelta. Si eso sucede, no implicará que el tribunal o la fiscal no hayan hecho bien su trabajo. Será, más bien, que la opinión pública y publicada deberían reflexionar sobre los listones que se imponen a los políticos. Dará que pensar si sigue valiendo la frontera de la imputación y si, en caso de mantenerla, hace falta una pista de aterrizaje para que políticos imputados puedan regresar a sus puestos si son absueltos y en el camino no se hayan demostrado conductas impropias del cargo. Todo, si aún tenemos alguna fe en la política... y en que alguien quiera dedicarse a ella.