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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Una opinión no formada

8 de octubre de 2023 21:51 h

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Esta semana conocimos, gracias a una información publicada en La Vanguardia, que la empresa CCC Barcelona Digital Services –subcontratada por Meta para moderar los contenidos de Facebook e Instagram– tiene al menos a un 20% de sus trabajadores en Barcelona con bajas laborales por traumas psicológicos derivados del contenido que revisan en la red. La noticia ha pasado bastante desapercibida teniendo en cuenta la brutalidad de lo que describen esos trabajadores: vídeos de violaciones, asesinatos, desmembraciones, suicidios o abusos a menores. Todo lo peor del ser humano concentrado en una jornada laboral y en una pantalla.

Los trabajadores entrevistados por La Vanguardia describen las diversas secuelas derivadas de tener que revisar esos vídeos: sufren estrés postraumático, ansiedad, insomnio o depresión. Algunos se plantean denunciar a la empresa por no haberles advertido de la dureza de las imágenes que tendría que filtrar. En Irlanda, donde Meta tiene su sede europea, decenas de moderadores han presentado demandas judiciales por el mismo motivo. 

A veces no somos conscientes de hasta qué punto convivimos con el horror en nuestras redes sociales. Está a disposición de todos, envasado en pequeños vídeos que pasan por tu timeline sorteando los filtros de los moderadores, casi camuflado entre todo tipo de banalidades. Este fin de semana el horror en Israel y Palestina convivió con total naturalidad en nuestros perfiles con una absurda inteligencia artificial capaz de recrear cómo figuraríamos en un álbum de graduación estadounidense. Este fin de semana se mezclaron fotos de influencers disfrazadas de animadoras de Alabama con videos de torturas, secuestros, asesinatos y bombardeos; vídeos de tantísima crudeza que casi eran indistinguibles de una ficción deshumanizada. 

Supongo que precisamente por la monstruosidad descarnada que nos llega estos días, muchos se ven obligados a dar su opinión. Porque comentar el horror es una forma de no parecer inmune a él, una forma de quitarte de encima la pesadísima marca de la indiferencia. Pero al hacerlo, al comentar el horror sin matices, sin contexto, sin experiencia en el lugar o directamente sin conocimiento alguno, se puede caer en el peligro del lugar común, ese que habitualmente transita entre la equidistancia y la ignorancia. 

La fórmula más inocua es la de decir “terribles imágenes las que nos llegan desde (inserte aquí cualquier lugar en conflicto)”. También se puede escribir que “condenamos todo tipo de violencia, venga de donde venga”. O existe otra expresión neutra a la que recurrir en caso de no tener una opinión formada sobre un tema: escribir que “estamos con todas las víctimas”, que es lo mismo que decir que “estamos con los buenos y no con los malos”, pero sin detallar quién pertenece al primer grupo y quién al segundo. Por supuesto, no pretendo decir con esto que me parezca mal que alguien esté con las víctimas o que condene la violencia, faltaría más, sino que a menudo es mejor permanecer callado antes que poner en evidencia que no tienes nada que decir. Especialmente si más que un tuitero cualquiera, ostentas un cargo político. 

Si supuestamente en los medios de comunicación la opinión es libre y los hechos son sagrados, en las redes sociales parece que ocurre justo lo contrario: que los hechos son libres y las opiniones son sagradas. Opinar es prácticamente una obligación, un peaje por el que pasar para seguir tu camino hasta la siguiente parada, hasta el siguiente tema, asunto o conflicto. Si no demuestras sentirte indignado, agraviado o conmovido, directamente es que no lo estás. Las redes sociales han vuelto más fácil mostrar la ignorancia públicamente, pero también han vuelto más difícil aceptarla. Y aceptarla a menudo pasa, sencillamente, por permanecer callado.