Resulta tristísima la suerte de desprestigio en la que paulatinamente se está sumiendo la Constitución de 1978. Una constitución que nació en su día como una promesa colectiva, una ilusión democrática capaz de unir a todo el arco político, desde el Partido Comunista hasta la Alianza Popular de Fraga y que, a tenor de todos los indicios, va a acabar sus días oscurecida, marchita y vaciada de toda savia vital por aquellos que dicen hablar en su nombre.
Los rastros de su decadencia son muchos, pero algunos sobresalen especialmente. En primerísimo lugar, la numantina negativa a reformarla. Las dos únicas ocasiones en las que el parlamento ha modificado el texto constitucional lo ha hecho obligado –“presionado”, si prefieren el eufemismo– desde fuera. Una, en 1992, para hacer posible que los ciudadanos de la Unión Europea pudieran presentarse como candidatos a las elecciones municipales, algo a lo que el Tratado de Maastricht nos obligaba. Otra, en 2011, por las presiones austericidas de la troika, en un episodio que los habituales defensores de “la soberanía nacional” acostumbran a pasar por alto.
Se trata de una anomalía democrática especialmente significativa y lacerante. Si el pacto fundamental que vincula a la ciudadanía con las instituciones no se renueva cada cierto tiempo, nada tiene de extraño que germinen en el cuerpo social la desafección y el desencanto. La inconfesable sensación de herejía que rodea entre nosotros a la mera mención de la posibilidad de una reforma constitucional solo puede abordarse desde los parámetros del psicoanálisis: sencillamente no es racional. La expresión al uso -“abrir el melón”, como quien se acerca a un peligroso artefacto explosivo (con el que nuestra democracia vino, al parecer, al mundo) y no a un texto legal elaborado libremente entre todos- ya lo dice todo. Desde al menos 2008, existe una supermayoría social que aboga por la reforma, pero una y otra vez esta se asume, por alguna extraña razón, como imposible. Todo ocurre como si, en vez de ser nosotros los soberanos y dueños de la Carta Magna, fuera ella, dotada de voluntad propia y dispuesta a no ser manoseada por advenedizos, la dueña y señora, siendo los ciudadanos sus vasallos. Más del 70% de los españoles estamos por la reforma, desde hace más de una década, pero no es que no se reforme, es que ni siquiera se intenta. Es anatema.
Los elementos fundamentales que están en tela de juicio son, por lo demás, los históricos de nuestro constitucionalismo. La cuestión territorial, en primerísimo lugar. La situación en Cataluña hubiera sido motivo más que suficiente –¿qué otro, si no?– para proceder a una renovación de un pacto que ya se ha quedado obsoleto. Frente a esa respuesta política –como la que se procedió a abordar en Canadá con Quebec y en Gran Bretaña con Escocia– aquí se prefirió cargar dos cruceros con antidisturbios y acudir al conflicto cachiporra en mano. Por descontado, la judicialización del caso catalán lo ha envenenado sin avanzar un ápice en su solución. Algunos parecen pensar que, dado que ya no se visibiliza la ruptura de una parte de la población catalana con la Constitución, la cosa se ha solucionado. Pero una mirada más de fondo no se compadece bien con semejante diagnóstico: por primera vez en la historia, los votantes proindependencia han sido mayoría no solo en escaños, sino además en número, algo que nunca, ni en los peores tiempos del procés, había sucedido. Para quien sepa lo que significa la palabra “futuro” el problema no se ha mitigado, sino al contrario.
La monarquía, en segundo lugar. Hay poco que decir de la cantidad de desprestigio que se ha echado a sí misma la institución tras la abdicación de Juan Carlos I. La corrupción del emérito, por lo demás, no se percibe como un hecho aislado, sino más bien como la punta del iceberg de un sistema en el que parecía permitirse. Y ocurre que, una vez expuesta al debate público, la cuestión de la Corona no puede zafarse ya de la pregunta por su legitimidad democrática. Juan Carlos I la obtuvo por su trayectoria tras la muerte de Franco, a cuyos herederos traicionó. Pero está por ver si Felipe podrá revalidar de algún modo esa gesta. De momento, y al contrario que su padre, ha perdido al nacionalismo catalán y, por extensión, a los otros no españolistas. Y por el flanco izquierdo las razones meramente estratégicas por las que el comunismo se alió con la monarquía tras la muerte de Franco han desaparecido. El horizonte es otro.
Pero es quizás en la cuestión de la percepción de la estructura política y judicial dónde la fisura es mayor, y ya es decir. El descrédito que sufre la esfera de la representación parece ya crónico. La imagen de la justicia, por su parte, no es mucho mejor. Seguimos siendo uno de los países de la Unión Europea en el que la ciudadanía percibe que la Justicia es menos independiente del poder político. Un mal que, lejos de remitir, también se agudiza.
Todas estas tensiones bullen en una olla cerrada en la que algunos se afanan en impedir toda reforma constitucional, esto es, en abrir una válvula que libere la presión. Lo hacen, además, apropiándose unilateralmente de los elementos que, en cuanto que se suponen de todos, deberían unirnos: la bandera, la nación y la Constitución de 1978. Esta última apropiación resulta relativamente reciente, y es la que ha supuesto una mutación con respecto a las primeras décadas tras 1978. La bandera y la nación ya nacieron, en buena medida, bajo el estigma de ser sobre todo de unos más que de otros. La Constitución, sin embargo, era de todos. El empeño de algunos en denominarse “constitucionalistas” no es otra cosa que la demostración de que, en el fondo, no lo son. O de que no entienden la Constitución como un acuerdo de todos, sino como un trágala de algunos. La patética elección de los miembros del Tribunal Constitucional a la que estamos asistiendo estos días no se puede explicar por sí misma: si se mira con perspectiva, no es otra cosa que una sombra más en un proceso de oscurecimiento que viene de lejos.