“Democráticamente intolerable” es la estrategia que la Plataforma de Afectados por las Hipotecas ha lanzado sobre algunos parlamentarios. Lo sentencia alguien que rema en el mismo sentido de siempre. El de la nave de la Transición. La misma que hace aguas. Donde la disidencia se considera motín… E la nave va, como en la película de Fellini, a ninguna parte. Como muy lejos, al Mar Muerto. A la calma chicha que niega la tormenta que está por venir. La que se desatará si se hunden en la desesperación quienes ven negados no ya el derecho humano a tener un techo, sino la posibilidad de reclamarlo. Siquiera en los límites de “lo tolerable”.
Los dos grandes (hasta el momento) partidos se han mostrado incapaces de tramitar una reforma de la Ley Hipotecaria que, desde hace tiempo, reunía todos los argumentos y actores para realizarse. Al menos, en una agenda política democrática. Los polítologos, al abordar cómo surge una política democrática, señalan procesos que aquí no han tenido (ni parece que tendrán) lugar. El Gobierno ya habría decretado y el Parlamento tramitado medidas anti-desahucio para atajar un problema social cuyos datos son alarmantes. Además, los suicidios salpican una y otra vez las portadas de los medios. Y estas proyectan, aunque sea de modo implícito, la responsabilidad de la tragedia sobre unos gestores que, como poco, se revelan incapaces e insensibles. Incluso cuando el drama afecta a los más allegados (véase, la ex-concejal del PSE).
Las democracias, afirma la politología convencional, no toleran, sino que reconocen y canalizan el conflicto que expresa problemas sociales evidentes. Se reconocen como tales – como problemas públicos que demandan respuesta institucional, porque sobrepasan las capacidades y la responsabilidad individual - por el número de afectados y/o la gravedad de su situación. Después, los representantes, merecedores de ese nombre, canalizan y contrastan proyectos de políticas públicas. Cualquiera vale si aúna criterios sociales (opinión pública abrumadora) y técnicos (sentencias internacionales contundentes y alternativas políticas factibles y eficaces). Se hace así no solo por estas buenas razones, si no también porque los colectivos implicados (desde los jueces más conservadores hasta los cerrajeros y bomberos) lo piden y favorecen.
Pero este no es un recorrido institucional posible en España. En lugar de apertura, hay bloqueo de otras iniciativas, inactividad y demora sine die... Vuelva usted mañana (como en la ley de Transparencia). Y, mientras tanto, se aplica represión económica, judicial y policial. Mucha y creciente. Esta sí, intolerable. Porque dichas respuestas corresponden a modelos autoritarios o dictaduras. Propios de cuando la política se ejerce mediante la exclusión, practicada siempre en nombre de lo intolerable. Exclusión de lo que, de hecho, nunca fue respetado. Ni siquiera cuando se trata de un derecho humano supeditado al lucro bancario, se reconoce el correlativo derecho a cantarle las cuarenta al quien gobierna sin rendir cuentas… ni siquiera las de su partido.
En Portugal los indignados cantan Grándola Vila Morena a los diputados títeres de la troika. Tienen un pasado de ruptura y un imaginario revolucionario que les provee de una cultura y unas costumbres políticas infinitamente más ricas (léase el trabajo comparativo de Robert Fishman). Aquí la libertad se canta, pero sin ira, como popularizó Jarcha. Se criminaliza si se indigna. Huérfanos de simbología y cánticos democráticos, intentemos rebajar la tensión. Porque no lo harán quienes nos des-gobiernan. Consideremos, por tanto, reclamar lo que se nos debe como hacen las empresas y los bancos sin escándalo alguno.
Hace décadas que los acreedores contratan a señores que persiguen y dan escarnio público al estafador o deudor. ¿Sería tolerable que las personas ejercieran las mismas vías de presión que las sociedades mercantiles o financieras? ¿Se “toleraría” a la PAH si reclamase así el cumplimiento del contrato electoral con sus representantes? ¿Dejarían de llamarles antisociales, antipolíticos y antidemócratas? Ellas, de traje largo y ellos, de etiqueta... o al revés, que atraerían más a los medios. ¿Podrían acompañar a los diputados hasta la puerta del Parlamento o a la de su casa? Como las arcas de la PAH no son las de los partidos, quizás no dé para mucho. Pero el capitalismo de rebajas pone al alcance de los desahuciados buen diseño a precio de saldo. Tienen razón quienes hayan leído hasta aquí. ¡Qué pereza! Es un rollo tener que disfrazarse otra vez para ejercer de ciudadanos. Todo muy propio de un sistema de representación convertido en un juego de máscaras.