A nadie sorprendió que en la pasada campaña electoral Pablo Casado prometiera la eliminación completa y definitiva del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. La guerra contra este tributo, que paga una exigua parte de la población de ingresos muy altos, se ha convertido en una de las más visibles banderas de las tres derechas, y los argumentos son conocidos.
En coherencia con esta aspiración, Ciudadanos y el PP –últimamente con el respaldo entusiasta de Vox– han seguido una doble estrategia institucional. Por una parte, han aprobado en las Comunidades Autónomas en las que gobiernan bonificaciones que han dejado el impuesto reducido a la nada, o casi, al menos entre familiares directos. Por otro lado, han impulsado iniciativas parlamentarias para su completa y definitiva supresión en todo el Estado. El pasado mes de febrero, por ejemplo, el Grupo Popular presentó una proposición en la que se ordenaba sin más la derogación de la Ley 29/1987 que lo regula “quedando definitivamente suprimido este impuesto del ordenamiento tributario español”. Sería pues el final de su historia. Sin embargo, y aunque resulte sorprendente, no necesariamente de la obligación de pagar por la riqueza recibida cuando se hereda.
Ese mismo mes, la revista Invertia informaba de que algunos asesores fiscales–Gustavo Reglero o Rubén Gimeno de REAF, entre otros– habían advertido alarmados que si se suprimía el tributo y no se tocaba la regulación del IRPF, la consecuencia paradójica podría ser que los herederos, legatarios y donatarios tuviesen que pagar mucho más.
La explicación se halla en el artículo 6.4 de la Ley de IRPF, que declara no sujetas al mismo las rentas que lo estuvieran al Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Siendo así, la consecuencia lógica de la desaparición de este último tributo, salvo que por ley se previera expresamente otra cosa, sería que las ganancias gravadas por él pasaran a estarlo por el Impuesto de la Renta.
Es de esperar que el Gobierno que acabase con Sucesiones y Donaciones encontrara a expertos a los que encargar las modificaciones oportunas en la Ley de Renta para evitar este resultado. Pero el hecho de que se pudiera producir encierra una aparente paradoja cuya explicación, no muy difícil de entender, tiene su trascendencia para el debate: resulta que para evitar que se pagase a Hacienda por recibir una herencia o una donación debería optarse o bien por dejar en vigor el tributo neutralizándolo con una bonificación del 100% o, si el tributo se eliminara, incluir una excepción expresa en la Ley de Renta.
El IRPF, tanto en España como en la inmensa mayoría de países del mundo en los que existe un tributo similar, grava la totalidad de rentas percibidas por las personas durante el transcurso de un año natural. La ganancia que obtiene quien recibe una herencia, un legado o una donación no es otra cosa que una de esas rentas, y lo natural sería que se gravara por este tributo, cosa que por cierto defendieron fiscalistas de la talla de Peggy y Richard Musgrave.
Se ajusta además de forma plena a la noción de ganancia patrimonial que la Ley define como una de las cuatro fuentes de renta del impuesto (las otras son los rendimientos del trabajo, los rendimientos de actividades económicas y los de capital mobiliario e inmobiliario). Lo que ocurre cuando recibo una herencia, y esto será difícil negarlo incluso por el más apasionado adversario del Impuesto de Sucesiones, es que aumenta el valor de mi patrimonio personal.
En la mayoría de países, no obstante, se saca esta renta del IRPF y se grava en un tributo específico, entre otras razones por el carácter inusual de tales ganancias a título gratuito y para ofrecer un tratamiento más especializado a las diversas circunstancias de relación familiar, naturaleza de los bienes y derechos adquiridos o patrimonio preexistente del beneficiario. Un tratamiento menos oneroso para el contribuyente, no más, que el que recibiría de integrarse en el resto de rentas del IRPF.
Repárese en lo que sucedería si tuviésemos que tributar en IRPF cuando recibimos una herencia. En primer lugar, se habría de contribuir en toda España por igual, dado que la capacidad normativa de las Comunidades en este impuesto se limita a la fijación de tipos y deducciones de cuota en el tramo autonómico, pero no alcanza a la composición de las fuentes de renta.
En segundo lugar, dado que se trata de una ganancia no derivada de transmisión (sí lo es conceptualmente para el fallecido, para el causante de la herencia, pero su incremento patrimonial, que se suele denominar la “plusvalía del muerto”, está exenta) se gravaría por los tipos más altos de la tarifa general. Y si el heredero fuese perceptor de rentas medias altas se gravaría la totalidad o casi del valor de la herencia al 45%, sin paliativos, puesto que no habría existido retención en origen. Y, por último, no habría reducciones por relación familiar ni exenciones de valor de vivienda habitual del fallecido o del negocio familiar.
Este devastador efecto para los contribuyentes sólo podría evitarse estipulando una exención específica, esto es, una excepción. Algo que por supuesto podría hacerse y que legítimamente puede defenderse. Pero entonces se haría evidente para quien quisiera verlo que los argumentos habituales en contra del Impuesto sobre Sucesiones que con tanto enardecimiento se esgrimen constituyen ni más ni menos que patrañas.
Se sigue afirmando que el Impuesto sobre Sucesiones obliga a los ciudadanos a volver a pagar, en el momento de morir, por un patrimonio ganado con duro trabajo durante toda la vida y por el que ya habían tributado. Esto es sencillamente falso. Se grava una renta obtenida por quien hereda o recibe una donación, que es quien se beneficia del aumento de su riqueza y quien de manera lógica ha de afrontar el pago.
Si se propone la eliminación de toda obligación de contribuir al sostenimiento de los servicios públicos por esta riqueza, se tendrá que explicar por qué se considera justo que quien obtiene una ganancia patrimonial a título oneroso sí deba contribuir; se deberá ofrecer una razón para que quien aumenta su riqueza en más de un millón de euros por herencia no haya de dar ni un céntimo al fisco y quien gane menos de 25.000 euros al año trabajando deba ingresar más de 2.000 sólo por IRPF. Se tendrá que decir en qué interpretación no aberrante de la democracia económica es aceptable que una persona que crece en una familia sin recursos carezca de posibilidades, por altas que sean sus aptitudes, y un vago incompetente no deba aportar nada a la sociedad tras heredar un patrimonio de varios millones de euros.
Se habrá de reconocer, en suma, el abismal contraste entre el principio liberal de igualdad de oportunidades y la concentración perpetua de la riqueza del país en unas pocas familias sin el menor poro de redistribución que otorgue una oportunidad al resto.