Ya piensa la nación por ti

6 de octubre de 2021 22:07 h

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Los estragos que sigue causando cierta concepción de la historia sobre el tipo de mirada que dirigimos hacia el pasado sobresalen en la cuestión de la colonización de América y en las recurrentes polémicas que se originan a su alrededor. Quizás la muestra más representativa de hasta qué punto toda esa enseñanza de “la Historia” no descansa en otra cosa que en lo que Ferlosio llamaba “literatura escolar de auténtico tebeo” la ofreció aquella boutade que tuvo a bien regalarnos Aznar cuando, en 1987, al verse en la tesitura de tener que escoger un personaje histórico al que admirara, optó nada menos que por el Cid, un mercenario especialmente cruel del siglo XI y, no contento con la hazaña, no dudó en posar, subido en la torre de algún castillo vallisoletano, disfrazado de algo parecido a un caballero medieval.

Casi con seguridad, a Aznar le vino a la cabeza el Cid porque lo que él había mamado desde niño – y lo que sin duda continúa configurando su universo moral -  es que Rodrigo Díaz de Vivar fue un héroe de la “historia de España”. Pero ni el Cid fue otra cosa que una suerte de soldado de fortuna a sueldo de príncipes tanto cristianos como musulmanes, ni “España” existía en el siglo XI ni, sobre todo, aunque hubiera existido y aunque el Cid hubiera sido uno de sus más exitosos militares, cuesta entender qué tiene eso de meritorio cuando a uno no le inoculan como de tapadillo – disfrazada de “historia” – una mitología nacional-militarista tan evidentemente pueril y moralmente hueca que se mantiene incólume si – con idénticas gestas, batallas, descubrimientos, hazañas e insuperables victorias – uno cambia “España” por “Francia” o por “Italia” o por “Turquía” o por “Tailandia” o por “Euskal-Herria”. Que el juguete siga funcionando a la perfección con independencia del nombre del sujeto desvela la medida en la que en ese tipo de “historia” lo sustancial no son las acciones, susceptibles de mayor o menor moralidad, de los diferentes agentes que pueblan el relato, sino el propio sujeto protagonista, que no es nunca la gente, sino siempre “la nación”. Y la nación ni entiende ni puede entender de moral, pues la moral, en la concepción nacionalista del pasado, se encuentra por completo sometida a su servicio. 

Ciertamente, aquella grotesca chirigota de Aznar ocurrió en 1987, y uno asumiría que la actual enseñanza de la historia poco tendrá que ver con las lecciones que el futuro presidente, cuando niño, habría interiorizado desde su pupitre del colegio de El Pilar allá por los años 60 del pasado siglo. No estoy diciendo, dios me libre, que no se haya avanzado con respecto a la morralla franquista -  no especialmente peor a este respecto, sospecho, que las morrallas anteriores – pero el avance no ha sido el que uno hubiera podido esperar. El currículum oficial de la asignatura de “Historia de España”, de segundo de bachillerato, habla de “nuestro pasado”, pero hete aquí que arranca en el Paleolítico. ¿De verdad los hombres y mujeres que vivieron en las cuevas de Altamira hace 15.000 años son en algún sentido mínimamente coherente más “españoles”, y por tanto más parte de “nuestro pasado”, que los que vivieron a unos 300 kilómetros al noreste, en la cueva de Duruthy, que a día de hoy resulta ser territorio francés? ¿Quiénes somos los “nosotros” de ese “nuestro pasado”? Todavía se escucha por doquier aquello de que Séneca y Trajano “nacieron en España”, cuando no, directamente, que ambos eran “españoles”. Quizás lo que debamos plantearnos enseñar a nuestros hijos no es historia “de España”, sino historia de la humanidad. Sustituir la historia – siempre nacional – por algo parecido a la antropología. Estudiar a los seres humanos, sujetos de eso que llamamos la moral y por tanto responsables y víctimas de sus muy diversas costumbres, creencias, logros e infamias; y desterrar de nuestra mirada las naciones, protagonistas de eso que denominamos, así con mayúsculas, “la Historia”, que solo entiende de grandeza y de sus correspondientes tributos en muerte y sacrificios. Hegel, el mayor corruptor de la contemplación del pasado que han conocido los tiempos, lo sintetizó a la perfección cuando dejó escrito aquella barbaridad sangrienta: “la historia no es el lugar de la felicidad. Los periodos felices son páginas blancas”. 

Si a todos los españolitos – y no españolitos, pues el mal de la historia me temo que es planetario, global, urbi et orbi - nos han metido en la cabeza, ataviado de “cultura”, “erudición” y “conocimiento”, semejante farragón intelectual, nada tiene de extraño que no pocos ciudadanos, cuando les preguntan por la colonización de América, asuman con la mayor de las naturalidades el conjunto de indigeribles subterfugios que suele configurar el menú de la justificación de que aquello debe conmemorarse (no digo recordarse, sino conmemorarse, esto es, celebrarse en algún sentido).

Uno de ellos, que asusta de puro absurdo, lo configura el hecho de que millones de nuestros convecinos consideren, a la vez y sin atisbo de contradicción, que la colonización de América fue algo bueno y positivo para el progreso de aquellos indios malditos y equivocados, pero que, por contra, los españoles que el 2 de mayo se levantaron contra el imperio afrancesado e ilustrado de Napoleón ofrecieron el mayor de los servicios a la patria; o que, mientras en Viriato puede admirarse a todo un mártir hispano de la resistencia contra los romanos, Tupac Amaru no fue otra cosa que un miserable traidor. Hasta ese punto, sin que ellos lo sospechen, no son ellos los que piensan, sino que es la nación que los ha educado la que les dicta lo que deben pensar.