Si es cierto que la política está hecha de símbolos, el que se produjo el 21 de octubre de 2014 en el Congreso de los Diputados es inmejorable. El recién elegido Secretario General del PSOE, Pedro Sánchez, defendía ante el pleno su primera alternativa a los Presupuestos Generales del Estado. En un momento dado, el líder de la oposición se detiene en una propuesta relacionada con la crisis de la pobreza infantil y en la bancada de los populares se produce lo impensable: una sucesión de risas y abucheos que le interrumpen y le obligan a repetir varias veces sus palabras.
De algún modo, Pedro Sánchez se conjuró en aquel momento a cumplir una obligación que se materializó esta semana con el anuncio de un Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil, dependiente de la propia Presidencia del Gobierno. Con esta medida, su ejecutivo da el primer paso imprescindible en la resolución de una crisis, que es reconocer su existencia. Algo que el PP nunca llegó a hacer de manera abierta.
Por supuesto que debemos esperar a conocer el mandato y los recursos de esta oficina; también el nombre de quien la dirija, que debe ser un experto o experta de reconocido prestigio y con la única atadura ideológica o institucional de la causa de los niños. Pero el primer paso está dado y solo un miserable o un inconsciente puede ignorar su importancia.
Porque la realidad que describió Sánchez en 2014 no ha cambiado demasiado, desgraciadamente. De acuerdo con las estimaciones oficiales más recientes (pueden consultarlas en este pedagógico espacio de Save the Children), el 30% de los niños de nuestro país vive en situación de pobreza relativa (hogares con ingresos por debajo del 60% de la renta mediana). Esta cifra no solo está siete puntos por encima de la media del conjunto de la población, sino que no ha cambiado prácticamente desde 2011 y es la segunda más alta de la UE. Esconde una realidad triste y profundamente injusta en la que cerca de dos millones y medio de niños carecen de los recursos y oportunidades básicas para su desarrollo en dignidad, lo que supone una hipoteca cierta para su futuro. La pobreza de ingreso y los diferentes indicadores de vulnerabilidad social castigan de manera particular a las familias monoparentales, pero hay otros grupos especialmente vulnerables como las comunidades inmigrantes.
El de la pobreza infantil fue el primero de los grandes proyectos de investigación y periodismo que desarrollamos desde la Fundación porCausa. Y recuerdo el impacto que me produjo descubrir hasta qué punto este problema era una consecuencia del fracaso de las políticas públicas. Como explicamos en su momento, nuestro sistema es altamente incompetente cuando se trata de reducir la miseria de los niños (la eficacia de las prestaciones sociales contra la pobreza infantil es casi la mitad que en el caso de hogares sin hijos). Peor aún, la inequidad de las transferencias llegaba incluso a incrementar el riesgo de exclusión de los niños más pobres, lo cual convertía el fracaso en sarcasmo.
Pero lo contrario también puede ser cierto: el sistema (semi)universal y protector de las pensiones demuestra que las políticas públicas pueden actuar como colchón eficaz contra el riesgo de pobreza, que es lo que ocurrió en España durante los primeros años de la crisis (en concreto, hasta que los pensionistas tuvieron que hacerse cargo del resto de la familia).
Por eso resulta abracadabrante el dilema que se plantea en ocasiones entre la pobreza de los niños y la de los mayores, como si se tratase de elegir a quién se deja caer. Aunque el entramado de presupuestos y políticas que afectan a los niños sea considerablemente más complejo que el de los mayores (UNICEF ha hecho un espléndido trabajo para mostrarlo), de lo que se trata es de dotar a la causa de los primeros de la misma tracción política que tiene la de los segundos. Y si a eso puede ayudar el nuevo comisionado, aleluya.