La policía española se está comportando como un cuerpo represor autoritario. En los últimos quince días han provocado un ictus a una señora de 56 años, han fracturado brazos, detenido periodistas, sacado a chicas de bares a rastras, desahuciado y detenido a un enfermo crónico con discapacidad total. Cuando la gente se ha manifestado contra esta escalada, la respuesta ha consistido en más represión.
Ayer mismo se volvió a comprobar cuando entraron por la fuerza en un centro social del PCE, llevándose dos detenidos, y a las pocas horas irrumpían en una protesta pacífica para detener a otra persona.
El pasado 6 de febrero la Guardia Civil disparó balas de goma, botes de humo y cartuchos de fogueo contra personas que trataban de cruzar la frontera en Ceuta. Al menos 9 de estos migrantes han muerto ahogados según Interior, aunque la cifra podría subir a 15. Tras ir desvelándose diversas manipulaciones y mentiras oficiales, el ministro Fernández Díaz ya admite que se dispararon balas de goma “sobre el agua” mientras nadaban. Aún queda mucho por aclarar.
Todo ha sucedido en apenas días. Si ampliamos el análisis, el retrato no deja de estremecer. Detenciones arbitrarias, cargas indiscriminadas, destacamentos para desahuciar familias, redadas racistas, pelotazos con resultado de muerte y pérdida de ojos, condenas por abusos policiales y torturas seguidas de indultos. Suma y sigue.
Ya no nos sirve únicamente que dimita el ministro del Interior, ni siquiera que se juzgue a los agentes y políticos responsables. Esto debe hacerse, claro, pero lo que resulta imposible posponer es una reforma radical, profunda, estructural, de la policía en su conjunto. Tanto a nivel nacional como autonómico, incluyendo Guardia Civil. El no haberla acometido antes es uno de esos legados autoritarios que nuestro régimen político ha sufrido durante años y que ahora nos estalla entre las manos.
La policía es la institución pública que plantea más amenazas a una democracia. A la vez, es aquella capaz de protegerla en un momento dado. Como señalaba Pier Paolo Pasolini en 1968, si el Movimiento Estudiantil toma el poder querrá tenerla de su lado para proteger la democracia. ¿Pero a la misma policía? se preguntaba el italiano; es decir, ¿jerárquica y represiva?
Los agentes policiales tienen el privilegio de ser los únicos facultados para ejercer la violencia legalmente contra otros ciudadanos. Se les paga con nuestros impuestos. Realizan un servicio público muy delicado. Deberían estar a nuestras órdenes, o de quienes nombremos a tal efecto. Aquí sin embargo la crisis representativa muestra otra importante dimensión. Las barbaridades policiales bajo responsabilidad gubernamental vuelven a mostrar que no nos representan.
En cualquier caso hay que contemplar que pidiendo una policía democrática quizá estemos ante un oxímoron, un enfrentamiento de opuestos de difícil resolución. Veamos.
En los comienzos de la policía como tal, allá por el siglo dieciocho, aún no se había establecido una frontera clara con lo militar. Carecía de estructura o funciones claras. Como indica Gonzalo Jar se la utilizaba como correa de transmisión del poder político, siempre dispuesta a perseguir al enemigo interno. La simbiosis entre poder político y económico hacía que el mantenimiento de un determinado orden fuera primordial: se atacaba la mendicidad mientras se protegían los centros neurálgicos de la reciente acumulación capitalista.
Para Máximo Sozzo el exceso y la disciplina, junto al secretismo y la recogida de información para el control ciudadano, hicieron a esta policía del Antiguo Régimen especialmente proclive a extenderse por la sociedad.
El liberalismo del diecinueve trajo al menos la necesidad de respetar la ley y la esfera privada del individuo. Estado de derecho y libertades tomaban primer plano como límites, al menos de forma nominal. Sin embargo, como prosigue Sozzo, en la práctica esto significaba que la policía utilizaba la ley para justificarse y no tanto para cumplirla. Además, enseguida por esta senda uno se topaba con el dilema de la ley injusta. Los tumultos seguían reprimiéndose de manera estrechamente vinculada a una administración de beneficios amparada, sorpresa, por las leyes.
Suele haber acuerdo en que los avances en materia policial durante el siglo veinte han residido en la desmilitarización, profesionalización, división de funciones o control representativo externo de sus acciones. Hoy día nada más claro que la Guardia Civil, de naturaleza militar, o la reciente Ley de Seguridad Privada, para negar parte de todo esto en nuestro país. Más aún si consideramos el poso dejado por cuarenta años de dictadura, que finalizaron sin ninguna ruptura de entidad. Hablamos de un cuerpo represor terrible que no fue depurado ni juzgado.
En una dictadura la policía está al servicio del partido en el poder, de la clase económica dominante. Los agentes viven de espaldas a la sociedad que vigila. Se les recluta sin que se requiera una cultura cívica previa. Su organización —y aquí sigo a Jar— es piramidal, con principios jerárquicos de obediencia ciega a la autoridad. La violencia se emplea cotidianamente contra la disidencia, y la actividad político-social está controlada. El mantenimiento de un orden se superpone a la defensa de las libertades.
Pero un momento. ¿Hablamos de dictadura o de lo que estamos viviendo actualmente? Si así fuera, ¿qué hacer?
En primer lugar desarticular los cuerpos de antidisturbios de las diversas policías. La cultura impregnada en ellos impide toda reforma. Como en cualquier transición, y ya que no se hizo antes, habría que juzgar y condenar a los agentes, a los mandos y políticos responsables de los últimos excesos. Para el resto del personal no identificado directamente en ataques a la población, se podría pensar en traslados a destinos administrativos y un intenso programa de formación democrática.
El tratamiento de las protestas debe cambiar por completo, partiendo de cero. Aquellas pacíficas no precisan de más policía que la que ordene el tráfico. El diálogo y la planificación conjunta con los convocantes, la prevención y mediación en el conflicto, la eliminación del equipamiento y armamento actual, así como un uso mínimo de la fuerza solo contemplado como fracaso ante una violencia explícita, son algunas de las propuestas de Donatella della Porta, Herbert Reiter o Gary T. Marx.
En esta línea, habría que supeditar la interpretación interesada de la ley a un estricto respeto por la dignidad y derechos de las personas. Hasta tal punto que una función policial básica habría de ser garantizar que el mensaje de una protesta llega a su destinatario. Varios autores coinciden en que para todo ello resulta fundamental la dirección y control externo —judicial, representativo y ciudadano— de cada actuación policial.
David A. Sklansky propone acabar con el aislamiento social de la policía y con los entrenamientos militares. Además de resultar por completo inadecuado, lo único que se consigue con ello es que el racismo y la extrema derecha encuentren un caldo de cultivo ideal en comisarías que desbordan testosterona.
Frente a patrullar la ciudad como territorio ajeno, donde se impersonaliza como muchedumbre hostil a los ciudadanos, son precisos planes para crear una policía comunitaria. El reclutamiento de estos servidores públicos debe hacerse atendiendo a una diversidad de orígenes sociales, nacionales, de género y sexuales acordes con la sociedad. Convocar reuniones vecinales, conformar una policía de proximidad que sepa imbricarse respetuosamente en la actividad social de la ciudad, o retirar las pistolas en esta policía de barrio, son algunos de los caminos a explorar.
Estas medidas no son nuevas. Al menos desde 1829, con la creación de la Policía Metropolitana en un momento de alta conflictividad social, el modelo inglés de policía civil, organizada localmente y desarmada ejerció gran influencia. El resultado, a juicio de della Porta y Reiter, es que la represión de la protesta en el continente ha sido más brutal, rígida y basada en la confrontación que en Inglaterra. Al menos hasta la militarización policial impulsada por Margaret Thatcher.
Otra propuesta para acabar con la mentalidad represiva de la policía reside en implicar a los agentes en la estructura de decisiones del cuerpo. Más allá de estar sindicados, iniciativas como permitir una participación directa en las decisiones que les afectan, proteger el derecho a no obedecer órdenes injustas o diseñar una organización más horizontal —por ejemplo en equipos—, facilita que los agentes aprecien y defiendan valores democráticos.
La transparencia debe ser asimismo sagrada. Se debe erradicar el secretismo, el corporativismo con el que se cubre a compañeros que se comportan como criminales. De los ficheros de desobedientes, el hostigamiento a la prensa o la falta de identificación de los policías tocaría en realidad hablar en el apartado totalitario. Lo mismo sucede con la perspectiva policial con que se aborda la inmigración.
Por otra parte, si la democracia es crítica y lucha por la igualdad, la policía debe hacer todo lo posible no ya por aceptarlo, sino por desarrollarlo. La prevención, comprensión y enfrentamiento de la delincuencia desde un tratamiento social significaría acabar con la persecución casi exclusiva de los pequeños delitos realizados por gente pobre.
Resulta finalmente imprescindible una policía independiente del poder político de turno, con la misión de proteger lo público, a la ciudadanía y sus libertades; no a la clase económica dominante. Sin miedo contra la corrupción. Aliada con un poder judicial que, a estas alturas resulta obvio, precisa también de su consiguiente reforma.
Son algunas vías. Especialistas en el tema, víctimas de la violencia policial, exdelincuentes, vecinos, policías, movimientos sociales, partidos políticos, deberán discutir cómo materializar aquí y ahora lo que diversos estudios como los arriba citados llevan tiempo apuntando.