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La política consumida como chisme

El expresidente de Argentina Alberto Fernández en una imagen de archivo.

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Se ha escrito mucho sobre el chisme, pero creo que no hay todavía una buena taxonomía del chisme, un buen cuadro de doble o triple entrada que incluya al menos los factores 1) tipo de historia 2) tipo/grado de relación de la audiencia con los sujetos de la historia 3) motivo por el que la historia interesa. Edgardo Cozarinsky, escritor que le dedicó al tema del chisme muchas de sus mejores obras, escribió que “El chisme y la novela (o, menos taxativamente, los relatos de ficción) se han encontrado con tanta frecuencia en la indignación de las mentes serias y las almas nobles que no parece injustificado estudiar cuáles pueden ser los rasgos compartidos que hicieron posible esa coincidencia”. Tiene razón Cozarinsky. Tiene lógica, por eso, que las personas que leemos ficción gustemos de la conversación chismosa.

A veces pienso que en el intercambio de chismes hoy se produce parte de la crítica literaria que más me interesa, una crítica literaria que no tiene miedo de hablar del mundo, de usar las obras para hablar de cosas que no son el tema de la obra pero tampoco son formalismos vacíos; la libertad del registro del chisme permite partir de un relato y terminar en cualquier lado, como hacían Roland Barthes o Susan Sontag, permisos que hoy no se toma la academia ni las pocas reseñas cuadradas que quedan en los diarios. En resumen: la profesionalización de la crítica literaria en el periodismo y la universidad provocó de alguna manera su separación de la esfera de la vida. La gente ya no habla de la vida cuando habla de ficciones literarias y, en cambio, sí lo hace cuando habla de relatos sobre conocidos basados, más o menos fielmente, en hechos reales.

La gente, entonces, está hablando de la vida esta semana cuando habla de Alberto Fernández. Está hablando de ética, está hablando de hipocresía, está hablando de moral sexual y de lo público y lo privado. No estoy restándole importancia a la denuncia de violencia de Fabiola Yáñez al ponerla en línea con el lenguaje del chisme: las cosas no “son” chismes, sino que son o no consumidas como chismes, y es mentira que, en los escándalos políticos, se puede separar el consumo como noticia del consumo como chisme. Toda clase de delitos pueden entrar en esa forma más morbosa de lectura: los hoteles de Cristina Fernández de Kirchner, las escuchas de Mauricio Macri, las denuncias de Donald Trump o el mail de Hillary Clinton, lo que se quiera, sin importar ni la veracidad ni la gravedad relativa de cada asunto.

No sé si es un efecto del modo en que narran los medios masivos o algo más atávico de la especie humana, pero no creo que en ningún caso exista algo así como una escucha pura y fría, desprovista de ese hambre de detalles personales, esa performance detectivesca y barrial que hacemos todos cada vez que intercambiamos lo que sea que leímos o escuchamos sobre el tema del día.

De hecho, si esa escucha fría existiera no habría casi noticia posible, no habría conversación, todo sería un intercambio de datos sobre política pública, “que hable la justicia” y ya. En algún momento de la semana pensé que esta columna tenía que tratarse de separar la paja del trigo: separar la violencia de género de ser un viejo verde, separar el derecho de una persona de a pie a ser un viejo verde de la conducta que se espera del más alto mando de una democracia, separar la culpabilidad del viejo verde en cuestión de la de las chicas que lo fueron a ver, separar la responsabilidad política real de Cristina por elegir un mal presidente de su responsabilidad por elegir a un tipo que ella no tenía por qué saber que era violento (la realidad es que nadie sabe nada ni de sus mejores amigos hasta que sí lo sabe), la responsabilidad de las feministas o de los peronistas o de quien sea por errores efectivamente cometidos a conciencia que la responsabilidad por, de nuevo, cosas que nadie puede saber de nadie hasta que las sabe. Pero son aburridísimas esas columnas pedagógicas, y la realidad es que nadie las necesita: todas las personas sensatas entienden estas diferencias y las que no las entienden, porque de verdad son cortas o por falta de voluntad, no tienen demasiada esperanza. No es un tema de formación, por supuesto: conozco gente con toda clase de títulos que cree que quienes votaron a Javier Milei o a Sergio Massa, según el caso, son lisa y llanamente malas personas. No pierdo el tiempo con ninguno de ellos.

Supongo que, si hay algo interesante en toda esta cuestión, si hay una buena conversación sobre la vida que aparece en esta ronda de chismes, es lo que atañe a la hipocresía. Es lógico que a espacios que se reivindican progresistas y feministas esta clase de faltas de ética le peguen peor. Victoria Villarroel puede tener como mentor a Alberto González, condenado por delitos sexuales en la ESMA, sin que eso le mueva un pelo a nadie. No alcanza ni para noticia, ni siquiera para relacionarlo con el éxito de La llamada, el libro de Leila Guerriero en el que se cuenta cómo él sacaba a Silvia Labayru del centro clandestino para violarla en su casa junto a su esposa. No diría que eso es porque en La Libertad Avanza están masivamente a favor de la violencia o las violaciones; diría que es porque, para bien o para mal, esa clase de espacios no tienen ninguna reivindicación asociada a alguna idea de pureza o de moral progresista. Molesta menos que Alberto sea un violento que el hecho de que haya sido un violento que, al mismo tiempo, daba lecciones de feminismo. No molestaría tanto que haya roto el aislamiento si no hubiera dado lecciones de moral sobre el aislamiento.

Espacios como La Libertad Avanza ofrecen esas ventajas. Sus primeras figuras y sus discursos oficiales no dedican ningún tiempo a juzgar la ética de nada ni de nadie; no significa que estén a favor de la violencia de género, no estoy diciendo eso ni lo creo, solo que efectivamente no ocupan en lo público ese lugar. La pregunta, supongo, es si un espacio progresista tiene la chance de escaparse de esa posición aleccionadora que tanto molesta a tantas personas, entiendo que con razón. Lo que quiero decir: la violencia machista de Alberto Fernández debería hacerle daño a él, no a todo su espacio, al que sí le corresponden otras críticas. De hecho, es evidente que muchas personas a las que sí les cabe una responsabilidad política por los problemas de la presidencia de Alberto Fernández están aprovechando este momento para desligarse. Como no tienen la culpa de que Alberto le haya pegado a su mujer, resulta que tampoco tienen la culpa de ningún otro problema de gestión. Curioso, como mínimo.

Pero me desvío; no me queda del todo claro que se pueda hacer política de derechos humanos y, al mismo tiempo, salvarse de esa posición del juicio moral aleccionador que todos encuentran tan desagradable. El progresismo está entonces, quizás, condenado irremediablemente a la hipocresía: incluso teniendo políticas de género (que las tuvimos: ningún expresidente violento puede alterar eso) nos expondremos a ser medidos con una vara que nosotros mismos no podemos bajar. Un político con pasado genocida será siempre un golpe para quienes se reivindiquen contra el genocidio, y no para quienes prefieran no hablar del tema. Supongo que solo podemos tratar de que nuestras políticas (antes que nuestros políticos) estén a la altura de nuestras banderas y esperar que, en algún momento, pase de moda esta idea chabacana de honestidad que anima a todas las derechas globales, para la cual es mejor que nadie ofrezca ningún ideal ni espere nada de nadie antes que hacerlo y fracasar. 

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