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El principio de otra historia

Una multitud celebra la apertura del Muro de Berlín, el 11 de noviembre de 1989.

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No creo que existan lugares más nobles que los cementerios del Día D. Miles y miles de lápidas blancas, miles y miles de nombres. Lo que ocurrió el 6 de junio de 1944 en las playas de Normandía resume, en una sola fecha, la gesta más honrosa de lo que hoy llamamos Occidente. Fue una jornada de extrema violencia y, a la vez, el principio de una paz larga y sensata. Mientras España seguía hundiéndose en una era oscura e interminable, una generación de políticos inteligentes (hoy aún más inteligentes que entonces, porque se les puede comparar con lo que hay ahora) construía ese milagro que acabamos dando por supuesto.

Fue el tiempo de los Roosevelt, Truman y Eisenhower. De los Monnet, Schuman, Spaak, De Gasperi. Quienes gobernaban en Estados Unidos fueron conscientes de que no les convenía mantener de rodillas ni a sus antiguos aliados ni a sus antiguos enemigos, arruinados todos. Diseñaron un gigantesco programa de ayuda económica para Europa y Japón y una política que se demostró eficaz respecto al aliado convertido en enemigo, la Unión Soviética. Muchos presionaban en Washington para que se destruyera a Iósif Stalin y la URSS: en ese momento sólo Estados Unidos tenía la bomba atómica. Se optó por la contención, es decir, la guerra fría, y 45 años después se obtuvo la victoria.

Por desgracia, aquella victoria de Estados Unidos sobre el comunismo llegó en 1989, cuando gobernaba una generación miope y mezquina. Recuerdo el optimismo que se desató tras la caída del muro de Berlín y la convulsa disolución de la Unión Soviética. “El fin de la historia”, decían. Fue lo contrario: el principio de otra historia, llena de riesgos.

Se humilló a Mijaíl Gorbachov y se apostó por un hombre mucho más turbio, Boris Yeltsin. En lugar de favorecer la estabilidad del antiguo bloque soviético, se fomentó la desintegración. A diferencia de la victoria de 1945, la de 1989 rehuyó cualquier tipo de ayuda al enemigo vencido: Rusia fue saqueada por “asesores” e “inversores” occidentales. En 1991 estalló Yugoslavia y comenzó una larga serie de guerras en los Balcanes, pero se prefirió no entender el aviso. Mientras Nelson Mandela, por fin libre, saludaba al público en los Juegos Olímpicos de Barcelona, Rusia sufría hambre y caos. La aparición de Vladimir Putin, al final de la década, fue saludada como una buena noticia. Cuánta ceguera.

En 1991 se celebró la Conferencia de Madrid para la paz en Oriente Próximo. Otro gran acontecimiento, otro momento de alborozo que luego quedó en nada. Mejor dicho, quedó en algo: frustración.

Entre 1989 y 1992, Alemania (ocupada por los aliados hasta 1990) permaneció concentrada en su reunificación. En aquellos mismos años, Francia no hizo otra cosa que inventar mecanismos para que la nueva Gran Alemania no fuera demasiado grande. Ese fue el ambiente que llevó al Tratado de Maastricht (1992) y a la creación del euro. Maastricht no fue una victoria, sino un compromiso lleno de defectos. El propio Jacques Delors, “padre” de Maastricht, admitió años más tarde que una Unión Europea unida en lo monetario y desunida en lo político podía dar muchos disgustos. No fueron sólo los británicos quienes sabotearon la integración política. Todos los países miembros en aquel momento, doce, prefirieron rehuir la dificultad. Hoy, con 27 países, ya nada es posible.

Cuando todo parecía ir bien, todo se hizo mal. Pagaremos durante décadas, o siglos, los errores de aquel momento.

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