Mis privilegios en la cultura

La primera palabra que dije en un escenario profesional fue “¡Semen!” Nuestra compañera Natalia Hernández tenía una afonía radical y tuve que sustituirla en su papel de coro en la escena de la 'esfinge' (una inolvidable Eva Trancón) del texto. Como los griegos, versión enloquecida de Edipo Rey del dramaturgo británico Steven Berkoff, a la sazón primer montaje de la compañía Producciones del Callao, con Alfredo Sanzol, que era y es el director de la compañía, y de cuyo estreno se celebran en estos días veinte añazos. Recuerdo esa época como un momento maravilloso.

Yo en esa compañía empecé recogiendo basura. Era una basura valiosa, porque no era basura, era escenografía. Como perfeccioné mi destreza como recoge-basura, acabé siendo utilera, es decir, la persona que chequea y facilita que todo el vestuario y los objetos estén listos antes y durante la función. Pero había empezado recogiendo basura. Y no estaba mal, me gustaba, es un trabajo importante en cualquier función. Quiero decir, yo mimaba la basura. Pero ahora, mirando atrás (con ira), me inquieta la naturalidad con la que esa mujer de 22 años, recién terminada su carrera de Dramaturgia en la Real Escuela de Arte Dramático, con nota y parabienes de profesores como Juan Mayorga, Ignacio García May, Alonso de Santos, Eduardo Vasco (por cierto, ¿dónde estaban por aquel entonces las profesoras/autoras?), creyó que su merecido puesto era recoger la basura. En términos de charla TED, podría hacer un relato del valor de empezar desde lo subalterno. Pero no, no me quiero dejar cuestiones cruciales fuera. Me lo quiero explicar.

Nuestra generación había crecido y sido educada en igualdad, y así lo demostraba el equilibrado número de jóvenes y jóvenas en cada clase. En las promociones de Dramaturgia y Dirección de esos mismos años estaban Alberto Conejero (Premio Max 2016), Pablo Iglesias Simón (actual director de la RESAD), Carlos Aladro (recién nombrado director de La Abadía) y el propio Sanzol (actual director de la Centro Dramático Nacional). Yo sé lo que he hecho en todos estos años (esconderme debajo de la cama, huir, hacer lo que podía, escribir, publicar) pero sí me sorprende que ninguna de mis compañeras, salvo Ana Zamora, de aquellas mismas promociones, parezcan tener hoy día trayectorias relevantes: o mejor dicho, reconocidas, relevantes son todas las trayectorias. Es decir, puestos de poder, ya sean ejecutivos como Alfredo, Pablo y Carlos, o de referentes dentro del canon, como Alberto.

En la siguiente producción de Producciones del Callao, Cous Cous y churros, yo ya trabajé como ayudante de dirección. Tenía 23 años y recuerdo el vértigo de enfrentarme a los ensayos con la mente en blanco, incapaz de tener ninguna idea, deslizándome peligrosa y continuamente a la subordinación (de nuevo, asumí naturalmente los trabajos de utilería, montaba las planillas de los ensayos, daba el soporte emocional a los actores y al director), asustada, sintiéndome impostora nivel premium. Pero, mal que bien, me iba bandeando en mi nuevo puesto de responsabilidad: era maravilloso contribuir a montar un espacio escénico (que para mí, sigue siendo el espacio de mayor libertad creativa que haya conocido jamás). Cada día era un día más sin que descubrieran que yo era un fraude de ayudante de dirección. Que no merecía estar ahí.

Hasta que una noche, al poco del estreno, estábamos en la sala Cuarta Pared, hubo un percance y Alfredo tuvo que ausentarse repentinamente dejándome al cargo de todo. Recuerdo la parálisis, el vértigo de sentirme al mando, no tenía absolutamente ninguna experiencia en eso, en hacerme escuchar, en tomar la voz. Yo, cuyos textos habían sido estrenados, que había publicado un más o menos exitoso álbum infantil, que me tenía por autora en ciernes. Pues no pude hacerme oír. Me diréis que esto tendrá más que ver con cierto temperamento pusilánime (que yo me atrevería a decir que no me caracteriza). Y no, no quiero explicármelo de nuevo así. Sufrí lo que Lucía Lijtmaer denomina 'el golpe en la cabeza', el día en que te das cuenta de que, como mujer, juegas en franca desigualdad de condiciones. Yo el golpe en cabeza me lo pegué aquella noche en la Cuarta Pared, sintiéndome incapaz de ejercer autoridad. ¿Pero yo no era autora, que viene de autoridad?

Para el siguiente montaje, Alfredo y yo intentamos escribir una obra juntos. Fue imposible. Nuestras vivencias de la autoría eran tan dispares, que yo no podía dejar de sentir como injerencias en el proceso creativo lo que para él eran naturales expresiones de su creatividad. Y esto me ha pasado una y otra vez con amigos u hombres creadores con los que he trabajado. Saben ponerse en primer plano, pedir para sí, defender sus ideas, alzar la voz. Acabé dejando la compañía, y al poco, la escritura teatral. Desde entonces, mi vida creativa ha estado siempre en liza con otros mandatos de mi género (los cuidados, el ser para los demás, la empatía hasta el absurdo, la continua tendencia a tomar el segundo plano, a bajar la voz). En fin, una hija sana del patriarcado, con los roles de género perfectamente engrasados. Mis compañeros chicos, mis amigos, quienes habían experimentado de muy distinta forma sus talentos y capacidades desde la cuna, también eran hijos sanos del patriarcado. Ellos estaban allí, en la arena de la cultura, por derecho. Todo, por tanto, estaba bien.

La experiencia (que más acaba sabiendo el diablo por viejo que por diablo), el feminismo, compartir disfuncionalidades con otras compañeras y fijarme en su coraje (directamente copiarlas, que es lo que hay que hacer cuando no se sabe de algo), es lo único que me ha curtido, que me ha ayudado a reconciliarme con la experiencia de la autoridad. Una autoridad, además, entrañable, no desde la imposición sino desde la escucha. Ahora sí me siento autora. Autora feminista. Es decir, con capacidad de reconocimiento recíproco por parte de tus iguales. Y hay un truco que me ayudó, y lo quiero compartir, como una receta. Copié en un papel este decálogo extraído del libro de Marcela Lagarde Claves feministas en la autoestima de las mujeres:

“Hay principios que son fundamentales para construir la autonomía de las mujeres. Y en relación a nosotras mismas, son básicos los siguientes:

- No ponernos en riesgo.

- No autodisminuirnos.

- No ponernos en segundo plano.

- No colocarnos en la sombra.

- No subordinarnos automáticamente.

- No servir.

- No descalificarnos.

- No autodevaluarnos.

- No menospreciarnos.

- No despreciarnos.

- No hacer el consenso a la autodestrucción del yo.

- Vivir con la lógica y el beneficio de la ganancia para ti, o sea, ser egoísta.

- Hacer una nueva estética afectiva.

- Para cambiar, no hay respuestas dadas que se puedan generalizar como válidas para cada situación o para cada mujer, pero sí hay principios de vida y eso es lo que feministamente podemos compartir.

- Mientras se desmonta el pecado o la culpa, aprender el goce de la subversión“.

Aún hoy ese papelujo está pinchado delante de mi escritorio. Un día, mi padre blandió frente a mí (“Mira”) la portada del Babelia donde aparecían Alfredo Sanzol, Andrés Lima y Miguel Del Arco. Ese “Mira” contenía en realidad la pregunta implícita de: “¿Dónde estás tú, dónde están tus compañeras?”. Sentí que lo había decepcionado profundamente. Él, y mi madre, que me había educado en igualdad. ¿Cómo explicarle todas las cuestiones que no estaban en su mano, o precisamente sí, y de las que se había desentendido la educación, por ser invisibles o estar naturalizadas? ¿Cómo desgranar la cantidad de cosas que tiene que desmontar una chica, ¡ella sola!, para llegar a ser autora?

Y en ese momento me acordé de ¡Bea!, Beatriz Cabur, otra aguerrida compañera de promoción de firme trayectoria como dramaturga y directora, desarrollada en Reino Unido, y que además preside la Liga de las Mujeres Profesionales del Teatro. También podríamos tirar de este hilo, del tiempo y la energía para la producción que nos quita a las mujeres en cultura, y en cualquier ámbito, el activismo por la visibilidad y la igualdad. Pero por hoy, lo dejaremos aquí. Mientras, cada vez más autoras jóvenes pueblan las carteleras y las portadas (aún no los puestos de dirección dentro de la gestión, como parece mostrar los últimos nombramientos del INAEM). Vamos, que queda un montón por hacer.

Por eso, queridos amigos autores con autoridad (¡redundancia!), la próxima vez que se sientan tentados a escribir un artículo desmintiendo el machismo en cultura, o animándonos a superar el #MeToo, sienténse con una amiga, escritora, actriz, autora al fin y al cabo. Pregúntenles por su biografía profesional, más allá de las cifras, de los cargos ocupados. Interésense por cómo se han sentido, cómo se las han apañado para tomar la voz. Cómo han llegado hasta aquí, qué han puesto en juego. Se llama investigación cualitativa. Se llama conocimiento situado. Se llama escucha feminista. Y si les parece demasiado, entonces, hagánse a un lado por un ratito. O déjennos en paz, directamente.