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¿Quién protege a Palmira?

Un misil sirio durante los combates el 19 de mayo en el antiguo oasis de la ciudad de Palmira.

Leila Nachawati

La ocupación de la ciudad de Palmira, un oasis en medio del desierto sirio, por el autodenominado Estado Islámico (conocido en árabe como Daesh), ha desatado alarmas en todo el mundo. Una alarma internacional lógica porque nadie duda de que Daesh, que ya redujo a escombros las piedras milenarias de Nimrud, Nínive, Mosul y Hatra en Irak, pueda cumplir su amenaza. Frente a esta amenaza, más allá de las alarmas, ¿qué medidas se han desplegado para proteger la ciudad? ¿Quién vela hoy por la milenaria ciudad de Palmira?

Palmira, “ciudad del árbol del dátil”, fue durante siglos centro neurálgico de la Ruta de la Seda, un oasis que aliviaba a las caravanas en su travesía por el árido desierto sirio. Ubicada en la provincia de Homs, a tres kilómetros de la moderna ciudad de Tadmur (versión árabe de la etimología aramea Palmira), en el siglo III fue capital del Imperio de Palmira bajo el breve reinado de Zenobia. En 1980, sus ruinas fueron declaradas patrimonio de la humanidad por la Unesco, un nombramiento que disparó el número de turistas al país.

Y sin embargo, ni las autoridades sirias ni Hizbolá han llevado a cabo grandes despliegues para defender sus posiciones en Palmira. Mientras las fuerzas de Asad reaccionaron al avance de Daesh abandonando la ciudad al vuelo y bombardeando en la misma semana núcleos de población civil en Alepo, Hama e Idlib, Hizbolá se centraba en Qalamon, una región montañosa que conecta la zona costera del norte con la capital, Damasco.

Según fuentes oficiales, en su huida de Palmira los soldados del Ejército de Asad se llevaron algunas estatuas y otros objetos de valor arqueológico para evitar que fuesen destruidas. También en 2014 se anunció el traslado de piezas de 34 museos del país, aunque no se ha podido corroborar su paradero. Los anuncios, en todo caso, contrastan con la destrucción del patrimonio que han causado los ataques del propio Ejército sirio, y parecen más destinados a calmar las alarmas de la comunidad internacional que a la protección de la herencia histórica del país.

Desde los cascos históricos de Homs y Hama hasta los monasterios de Seydnaya y Santiago El Mutilado, que han sufrido los efectos de los barriles bomba de los que también es víctima la población, los daños causados por el Ejército sirio al patrimonio histórico son innumerables. Tanto a través de ataques directos como permitiendo el pillaje en ciudades plagadas de tesoros como los de la antigua Apamea, fundada en el 300 AC, a cambio de comisiones y sobornos. Un desinterés por la herencia histórica que no es nuevo en las décadas de gobierno del Baaz.

“Gobiernos de todo el mundo han firmado acuerdos internacionales para crear centros de documentación que sirvan para proteger la herencia cultural en tiempos de guerra”, afirmaba Ali Othman, arqueólogo e investigador de la Dirección General de Antigüedades y Museos de Siria, que depende del Ministerio de Cultura. “Asad nunca se ha ocupado de implementar este tipo de medidas.”

Mientras Daesh juega a crear suspense con su capacidad de destruir Palmira, y Asad y Hizbolá se concentran en otras zonas del país, ¿a qué se dedica la coalición liderada por Estados Unidos para combatir el avance del grupo en el país?

Teniendo en cuenta la cantidad de armamento y efectivos necesarios para tomar la ciudad está claro que la comitiva de Daesh debía de ser considerable. Y sin embargo, nadie en todo el trayecto por los 250 kilómetros de estepa siria los interceptó. Ajena a Palmira, aviones de la coalición hacían frente al grupo en Raqqa lanzando octavillas sobre los pueblos de la provincia, con mensajes en los que alertaban del peligro que supone Daesh para la población local.

La otra cara de Palmira

Las ruinas de Palmira no son lo único que debería preocupar a una comunidad internacional que hace tiempo que abandonó a la población siria. Ahora que Siria vuelve a ocupar portadas, queda también al descubierto la otra cara de Palmira, la de las torturas y abusos contra disidentes políticos en Tadmur, sede de los servicios secretos del Baaz, de la mayor base militar aérea del régimen y la prisión más temida del país.

Oculta tras espectáculos, despliegues de ropa y joyería tradicional beduina, Tadmur fue la principal prisión del régimen tras la masacre de Hama a principios de los 80. Allí se trasladó a miles de detenidos por su vinculación a la organización de los Hermanos Musulmanes, muchos de ellos niños, acusados de ser hijos o hermanos de miembros de la Hermandad. Alrededor de mil presos fueron ejecutados por Rifaat al Asad, el hermano del entonces presidente, la noche del 27 de junio de 1980, tras un intento de asesinar a Hafez al-Asad.

Tadmur acogió también durante años a reconocidos presos políticos como Yassin al Haj Saleh, por su pertenencia a un grupo comunista prodemocracia, y Bara Sarraj, hoy inmunólogo en la universidad de Harvard. El relato de Sarraj en Jadaliyya ofrece unas pinceladas del terror que se vivía en la presión de Tadmur.

“Tadmur es sinónimo de miedo, en todas sus definiciones”, explicaba Bara, tras décadas de silencio. “Terror, horror, pánico... La lengua no puede llegar a describirlo. El miedo es cuando sientes físicamente que tu corazón está entre tus pies, y no en tu pecho. El miedo es la mirada en los ojos de la gente, sus ojos desorbitados cuando se acerca la hora de las sesiones de tortura”. Un miedo que llevaba a Bara a colocarse de primero en la cola previa a la tortura, “porque el miedo era peor que el dolor”.

El destino de los presos de Tadmur es hoy más incierto que el de sus ruinas. Las ruinas de un país que es cuna de la civilización, de las primeras ciudades y del primer alfabeto, y también el lugar donde los arqueólogos han encontrado las primeras evidencias de uso de armas químicas.

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