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Proust con autismo

Foto: Dominio público

Lolita Bosch

Hace algunos años, una de mis mejores amigas y una de las mujeres más inteligentes que conozco tuvo un hijo precioso de nombre Samuel. Mi amiga Bety y su pareja, Pedro, son dos lectores empedernidos que mantienen y promueven una relación exquisita con el lenguaje. Ambos viven dentro y cerca de la literatura todo el tiempo y usan el lenguaje para establecer un vínculo con el mundo. O establecían. Porque cuando nació Samuel todo cambió y Bety y Pedro han podido aprender cosas que, sin él, nunca hubieran podido saber.

A Samuel lo llamamos Proustete, así de literaria es nuestra manera de juntarnos y ser amigas. Y Proustete nació, sin que lo supiéramos, con autismo. Durante un tiempo ni Bety ni Pedro se dieron cuenta. No sabían, como han tenido que aprender miles de personas, que había otras maneras de entrar en el mundo. Ni siquiera las habían buscado. La literatura les parecía una mirada privilegiada (que es) y un rumbo infalible (que también es). Pero, como siempre, Proust sabía cosas que nosotros ignorábamos.

Su relación con el lenguaje fue peculiar desde que nació. Y siempre destacó por su inteligencia y su capacidad de elegir con qué y con qué no se relacionaba. Nos parecía un niño único (que es) hasta que un día dejó de hablar. No había comenzado, propiamente, pero caminaba con el lenguaje de la mano y avanzaba hacia un mundo escrito y comprensible. Y, entonces, algo sucedió que Bety y Pedro han tratado de entender durante muchos años sin éxito, y Proust cayó en lo que aquel entonces nos pareció un pseudo mundo sin apenas lenguajes. Ignorantes todas nosotras, todos nosotros. Proust estaba entrando a nuestro mundo (no su mundo, los autistas no tienen un mundo paralelo en el que encontrarse, viven aquí) por una puerta que Bety y Pedro no habían sabido ver. Recuerdo a Bety pidiéndole a Proust su plego petitorio: dinos por qué has dejado de caminar con el lenguaje de la mano, dinos qué quieres para volver a darle la mano. No quería nada, no lo necesitaba para saltar al vacío al que estaba saltando y que dejó a Bety, a Pedro y a todas sus amigas y amigos francamente desconcertados. Proust tenía dos años y sabía cosas que nosotras y nosotros no es que no supiéramos plantearnos, es que no sabíamos que existían: que este mundo se despliega hasta el infinito, que tiene laberintos que parecen terroríficas arenas movedizas que nos obligan a caminar con un ritmo distinto, que nuestro tiempo no es el tiempo. Que fuera de nosotras, de nosotros, hay más. Podría parecer una evidencia, pero no lo es. Es un camino de piedras que llevan escrito la palabra piedra en su parte interior y un niño que lo recorre sin fuerza para levantar y leer, o sin un interés preciso. Pero no, el autismo no es libertad. No podemos caer en ese absurdo buenismo. El autismo es otra puerta de acceso infinitamente más complicada.

Lo que ocurre es que mi inteligentísima amiga Bety decidió ver qué sí en lugar de qué no. No era la primera opción que le ofrecieron, pero mi amiga Bety es infatigable cuando se trata del amor por su hijo. Lo entenderían si lo conocieran: Proust es un niño extraordinario y brillante que no sabemos por qué retrocedió en el camino del lenguaje, pero lo vimos caer en lo que nos parecía una burbuja sin letras sin que nosotras, las adultas, los adultos, supiéramos leer nada.

Bety y Pedro, como tantas otras familias, se sintieron culpables, buscaron desesperadamente caminos y encontraron una psicoanalista maravillosa que se comprometió a acompañarlos y a acompañar a Samuel hasta que estuviera en un lugar del camino desde el que seguir avanzando. Es un camino largo. No termina, diría Bety. Pero es una lección de vida ver como un niño tan talentoso elige con cuidado qué palabras y cuáles no; entiende algo de la necesidad del lenguaje que a nosotras ni se nos pasa por la cabeza y tiene muchas otras formas de hablar con él y con los demás. No, no estoy idealizando el autismo como he visto hacer con excesiva frecuencia. No es una forma incomprensible de la inteligencia (que también), sino una prueba de amor y vínculo que no se agota nunca. Y tenemos tanto, tanto que aprender de gente como Bety, Samuel y Pedro que decidieron que el lenguaje eran ellos y se estrecharon fuertemente la mano para inventarse un nuevo trayecto. Tanto que aprender. No solo de su fuerza, sino también de su capacidad de darle a Samuel este mundo que es legítimamente suyo.

Así que en el #DiaDelAutismo la felicitación es para Bety, Pedro y todas las familias que gracias a sus hijas e hijos se esfuerzan por aprender tanto y dejarnos ver ese proceso. Y para Proustete, niño valiente, hermoso y mágico.

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