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En la puerta tengo a mil como tú

Barbijaputa

La semana pasada, El Confidencial publicó un artículo sobre la situación de los stagiers en los restaurantes más prestigiosos de España. Para las que andemos perdidas, un stagier es, en francés, un “aprendiz de cocina”.

En dicho artículo, varios ex-aprendices narran sus experiencias, que incluyen jornadas de como mínimo 12 horas, sin apenas descansos, con muchísimo estrés y en su inmensa mayoría sin remunerar.

Esto tampoco dista demasiado de las experiencias que hemos podido vivir quienes hemos trabajado en el sector a mucho más bajo nivel, donde las horas infinitas a cambio de un suelo ínfimo (y en negro) son el pan de cada día, sobre todo cuando el curro es temporal, como los meses de verano. Hay algo, sin embargo, que ha hecho que esto indigne a la opinión pública hasta el punto de seguir siendo un tema recurrente en las redes una semana después, y es el hecho de que restaurantes donde el cubierto puede costar más de 300€ recurran a una numerosa y constante mano de obra sin remunerar.

No sólo eso, sino que Jordi Cruz (uno de los miembros del jurado de Masterchef y ganador de dos estrellas Michelín) salió de esta guisa a defender la existencia de becarios sin cobrar: “Un restaurante Michelin es un negocio que, si toda la gente en cocina estuviera en plantilla, no sería viable. Tener aprendices no significa que me quiera ahorrar costes de personal, sino que para ofrecer un servicio de excelencia necesito muchas manos. Podría tener solo a 12 cocineros contratados y el servicio sería excelente, pero si puedo tener a 20, será incluso mejor. Las dos partes gananno sería viable”.

Lo que nos está diciendo -sin darse ni cuenta- el dueño de un flamante palacete de 3 millones de euros es que el modelo de su negocio no funciona si tiene que pagar a quienes lo hacen posible. No conforme con esto, describió la experiencia como “un privilegio” (no para él, ni mucho menos, sino para los que curran de 12 a 16 horas gratis), puesto que “aprendes de los mejores” y “te dan un alojamiento y comida”.

Con todo y con eso, hay algo en las excusas de Jordi Cruz que no encaja. Si con 12 cocineros el negocio funciona pero con 20 ya no es viable, sólo caben dos alternativas lógicas posibles: o es mentira, y sí que puedes pagar a los 20 que te sacan el trabajo con el que te lucras (pero tú tendrías que conformarte con ganar menos de lo que ganas), o bien tu modelo de negocio realmente no funciona, y estás apropiándote de riquezas que salen del lomo de otros. Ambos escenarios sólo pueden venderse luego como casos de éxito en un sistema capitalista como el nuestro, que ve a estos chefs (o inserte aquí cualquier tipo de empresa que recurra a esta práctica) como mentes brillantes, como talentos que merecen palacetes; como personas, además, que han de tomarse como ejemplo para adiestrar a la población y enseñarles que el trabajo y el esfuerzo da sus frutos. Da igual si la explicación al “problema” con el que se encuentra Cruz y similares es una u otra, porque el resultado es el mismo: es legal, ergo está bien. Y va más allá: ¿la parte donde se hacen jornadas de más de 12 horas no es legal? Bueno, está socialmente aceptado que trabajemos más tiempo a cambio de nada, ergo está bien también. Total, quienes son demonizados al final nunca son los explotadores, sino los explotados, que siguen percibiéndose como la ley del mínimo esfuerzo aunque las estadísticas insistan en que la mayoría no faltan a trabajar ni cuando están enfermos.

Como bien cuentan además, la lista de gente intentando entrar para tener el “privilegio” de trabajar bajo presión más de 12 horas al día sin ganancia alguna es interminable, facilitado entre otros por las escuelas de hostelería, que suministran un goteo constante de trabajadores y trabajadoras, con poca experiencia y bajo la promesa de que es una oportunidad única; y es que ahora es inevitable tragar para poder recoger los frutos después. O no recoger nada, pero esta parte no te la cuentan, claro, para ese “después” tú has dejado de importarles.

Bajo el argumento liberal de que quien está ahí es porque quiere (frase manida y además falsa: quien está ahí porque quiere es el explotador, no quienes buscan alternativas al futuro digno que les han robado) intentan justificar lo injustificable, ya que si alguien es indispensable para que el negocio siga adelante (o para que el precio del producto sea lo elevado que en este caso es), no está ahí para aprender, está para trabajar, para producir, y el trabajo se remunera.

No hace falta ser muy avispado para entender que la libertad que defiende el liberalismo es sólo la que tienen los privilegiados, que pueden explotar, o pueden despedir cada vez más barato, o pueden malpagarte, o pueden incluso no pagarte en absoluto. Hasta pueden amenazarte con su frase estrella “si no te gusta, en la puerta tengo a mil como tú”. Eso sí que es libertad para decidir, cuando el sistema te facilita un amplio abanico de oportunidades, a cual más inmoral, dicho sea de paso. Y de esa libertad hablan los liberales, la de los de arriba. Si hablamos de currantes, esa libertad se torna en un “tienes dos opciones: esperar en la puerta de un explotador o irte a tu casa y comer orgullo en vez de caliente”.

El capitalismo, en definitiva, nos lleva comiendo la tostada a los curritos y curritas desde tiempo ha. Ya en 1848, Marx y Engels escribieron en El Manifiesto Comunista: “La existencia […] de la clase burguesa tiene por condición esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos individuos, la formación e incremento constante del capital; y éste, a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. […] Y a la par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios enterradores”. Habría que actualizarlo, eso sí, por “no puede existir sin el trabajo asalariado o sin asalariar”.

Esta realidad es, por desgracia, transversal en el mundo laboral, y muy pocos sectores se libran. Con mucho menos glamour y sin reducción de Pedro Ximénez, como son los camareros, las limpiadoras, los dependientes, las informáticas, las periodistas, los reponedores, etc. que se ven obligados a trabajar por miserias a cambio de promesas de contratos que nunca llegan tras periodos de prueba que se alargan cada vez más; a cambio también de “visibilidad” y de “hacer currículum”; de “conocer el negocio y conseguir contactos”. Y esto trae que muchas otras personas, cuando consiguen un trabajo que ni siquiera supera el SMI, se sientan privilegiadas porque hay otras que ni cobran.

Y como si fuese parte de un plan divino, esta polémica ha estallado justo el 1 de mayo, el día internacional de los trabajadores. Mientras miles de personas salían a la calle con pancartas a reivindicar sus derechos, y conmemoraban a los sindicalistas anarquistas ejecutados en EEUU en 1886 por luchar por una jornada de ocho horas, el dueño de un palacete describía en 2017 como privilegio trabajar más de 12 a cambio de comida y cama.

Como si nos hiciese falta una caricatura evidente de que la lucha de clases sigue más viva que nunca y de que es el trabajo de las obreras el que mueve el mundo, han tenido a bien regalárnosla un 1 de mayo. Pues una vez más, gracias por nada.

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