Hasta en la jura de la Constitución de la princesa Leonor pueden encontrarse motivos para defender una amnistía que intente recoser España. Y es que, a diferencia del mismo acto protagonizado por su padre en 1986, el del pasado martes contó con ausencias institucionales notables: dos presidentes autonómicos –nada menos que los de Cataluña y Euskadi–, tres ministros del Gobierno y más de medio centenar de diputados nacionalistas, independentistas y de izquierdas. Podría decirse aquello de Houston, tenemos un problema, ¿o no?
Ni engalanar el Congreso como una “jaca jerezana”, como escribió con guasa José María Izquierdo, ni tan siquiera la interminable y bizcochona cobertura que hizo TVE del evento, pudieron ocultar este desgarro. Sus causas son obvias. En 1986 la monarquía gozaba de la auctoritas cosechada por Juan Carlos I al terminar oponiéndose al golpe de Estado del 23-F. Ahora, sin embargo, su prestigio está más que empañado por las golferías de ese mismo Juan Carlos y por el bronco discurso de su hijo, Felipe VI, sobre el procés de octubre de 2017. Un procés que no está completamente curado y cicatrizado, que sigue dividiendo y envenenando.
Pienso que España tiene demasiados problemas como para seguir arrastrando fardos de los que quizá pudiera desprenderse. Hace cinco semanas, escribí aquí mismo que la amnistía podía convertirse de una necesidad táctica para la investidura de Pedro Sánchez en una virtud estratégica para la unidad de España. Me alegró que Sánchez usara esta misma fórmula en su discurso del sábado ante el Comité Federal del PSOE.
Pero todavía quedan caciques que se dicen socialistas y se oponen a la amnistía como se opondrían a la invasión de los extraterrestres. Alguno ha llegado a decir que tal medida de gracia es sustancialmente contraria a los principios y valores de su partido. Me parece una declaración muy discutible. De toda la vida, la izquierda ha preferido la reinserción al castigo, la reconciliación a la venganza, el contrato social a la ley del más fuerte, la apuesta por el futuro a la cronificación del pasado.
“¿Por quién me toma?”, dijo el martes Felipe González al ser preguntado sobre la amnistía por un periodista. Con la venia, Excelentísimo, permítame responderle. A tenor de sus declaraciones y sus compañías políticas, resulta difícil tomarle a usted por un progresista. Más bien se asemeja a un dinosaurio gruñón, conservador y ególatra. Y no me venga con que tiene usted derecho a la libertad de expresión. Claro que la tiene y, además, la usa usted cada dos por tres. Pero no sea tan mandón, Excelentísimo, no pretenda censurarnos a los demás las críticas que nos merecen sus palabras y actos.
Digámoslo claramente: ninguna de las partes actuó de modo intachable en 2017. Con Puigdemont al frente, los separatistas catalanes abusaron de una corta mayoría en su territorio para imponer una deriva cazurra y temeraria, divisiva y peligrosa. Rajoy les respondió con una inmensa pereza política, dejándole el trabajo a los antidisturbios y a los jueces amigos. Y a estos últimos se les fue la olla, les aplicaron a los separatistas un castigo que ningún tribunal europeo ha avalado hasta ahora. Puigdemont y compañía no dieron un golpe de Estado violento o protagonizaron una rebelión armada. Hicieron una declaración de independencia retórica y se rindieron en un santiamén. No hubo muertos. Alguna divinidad veló por los españoles y no hubo muertos.
Detesto el nacionalismo, el estelado, el rojigualdo y todos los demás. Comparto lo que escribió Schopenhauer: “Todo imbécil execrable que no tiene nada de lo que pueda enorgullecerse, se refugia en el recurso de vanagloriarse de la nación a la que pertenece por casualidad”. La fiebre nacionalista, que delata al que carece de cualidades individuales, abrasó nuestro país a uno y otro lado del Ebro en 2017.
Ahora Sánchez tiene que recoser lo que unos y otros descosieron. Lo tiene muy difícil. Las derechas ya se han echado al monte al grito ancestral de ¡Santiago y cierra España! Son minoritarias en el Congreso, pero controlan los medios y la magistratura y hacen un ruido infernal. Por su parte, los separatistas van a hacerse de rogar a la hora de bajarse del burro de la quimérica unilateralidad. Darán el latazo.
Nadie le puede negar a Sánchez su arrojo. Viene de donde viene, un PSOE muy acomodaticio a lo existente, y llega tarde a muchas cosas deseadas por otros progresistas. Pero, aunque sea por conveniencia personal, termina llegando a algunas: gobierno de concentración, escudo social, indultos, elecciones anticipadas, foto con Puigdemont, propuesta de amnistía... Sus rivales de derechas ni tan siquiera lo intentan. Están atrapados en el pasado imaginario con el que sueña Isabel Díaz Ayuso: pelayos y cayetanos pastoreando unicornios rosas.Vuelvo a los actos del martes. De tan cursis, nos empalagaron a muchos. Pero, pelillos a la par, disfruten los madrileños de los pastelillos con la bandera rojigualda que Ayuso les regaló con ocasión del juramento de Leonor de Borbón. Estoy seguro de que algunos hasta los guardarán como una reliquia. Los pondrán en una cajita de cristal en el aparador junto con la colección de dedales de la abuela.
Me temo que así no se resuelven los problemas, empezando por el de la identidad española. Ayuso no acaba de asumirla del modo fraternal e integrador que corresponde a su pluralidad. Tiene bemoles, hasta se sulfura porque en el Congreso de España se hablen todas las lenguas españolas. Muchos pensamos, en cambio, que la amnistía puede ayudar a desinflamar y reconciliar. Bienvenida sea.