No sabemos qué estaba pensando Pablo Iglesias la primera vez que entró en el chalet de Galapagar del que será propietario dentro de 30 años, cuando haya acabado de pagar su hipoteca en deuda contraída con la Caja de Ingenieros. Pero apostaría a que ambos, Pablo Iglesias e Irene Montero, imaginaban a sus dos hijos pequeños correteando por los alrededores de la piscina-lago, jugando con un precioso ejemplar de perro lanudo. Estaban pensando más en su futuro personal que en su presente político. Algunos lo llamarían “asentar la cabeza” y otros “aburguesarse”.
En el mítico libro de George Lakoff No pienses en un elefante, en que habla de los diferentes marcos mentales que rigen las decisiones de la derecha y la izquierda, el lingüista norteamericano explica que el comportamiento de izquierdas encaja prioritariamente en las decisiones que se toman en el escenario de la política, pero no tanto así en las que afectan al ámbito de lo privado. Votantes y dirigentes que se alinean ideológicamente en el progresismo, en su vida privada suelen aplicar maneras conservadoras orientadas a la seguridad y las oportunidades para sus familias. Esto no es necesariamente contradictorio. Si se miran bien, lectores, es posible que, siendo ustedes personas que de forma irrenunciable se sienten de izquierdas, en sus comportamientos privados sean padres o madres autoritarias y estrictas, mucho más clásicos de lo que exhiben en la expresión pública. Que hayan pensado en inscribir a sus hijos e hijas en algún programa de educación privada, que impongan la jerarquía y el orden para conservar la seguridad y las comodidades para sus familias.
Llevamos muchos años con el viejo debate del “deber ser” del comportamiento de los políticos de la izquierda. Según ese canon, las vacaciones de lujo, los barcos, los chóferes, los seguros médicos, la compraventa especulativa, los colegios privados, los planes de pensiones, incluso las creencias religiosas, son moralmente condenables.
Sin embargo, a la derecha no se le exige tanta ejemplaridad, ni siquiera nos parece noticia el alto patrimonio de un dirigente conservador, ni sabemos cómo es la vivienda de ciertos diputados del Partido Popular. Como si vivir entre comodidades y lujos estuviera en estos casos perfectamente alineado en el creer-pensar-decir-hacer.
El hecho de comprar ese chalet por parte de dos líderes significados de Podemos no es nada malo, ni anómalo, ni es delito, ni es corrupción. Además, por fortuna, poco a poco, se han desdibujado los clichés y las disciplinas estéticas tanto en la derecha como en la izquierda. Los nuevos propietarios incluso han sugerido que se trata de un gesto de normalidad en la construcción de una nueva familia. Iglesias y Montero han representado como nadie la idea de que lo personal es político, como cuando Irene Montero compartió su felicidad por la maternidad en un post de Facebook. Hasta aquí todo bien.
Pero el problema no es ese. Lo difícil de explicar es la incoherencia, la contradicción entre lo que se predica en la política y lo que se hace en lo personal. Este caso afecta al relato de Podemos, el de “No nos representan”. Se rompe el relato y se rebaja su discurso. También es un problema de representación de un modelo de ver la vida. Creen y dicen cosas distintas de lo que hacen.
Me quedo con la reacción de la portavoz parlamentaria socialista, Margarita Robles, que dijo que no entraría a valorar las decisiones privadas de un político. Las urnas serán quienes dictaminen. Habría que saber qué piensan los votantes y militantes de Podemos de quienes han hecho bandera de su compromiso social con el derecho a la vivienda y de su proyecto compartido con todos de un modelo que ellos mismos han representado.