“Para alguien que pasó en París la mayor parte de los seis meses posteriores al Armisticio, una visita ocasional a Londres fue una experiencia extraña. Inglaterra todavía está fuera de Europa. Los temblores silenciosos de Europa no llegan a ella. Europa es cosa aparte e Inglaterra no es carne de su carne. Pero Europa sí forma un todo sólido”. Con estas palabras iniciaba Keynes su análisis de la Primera Posguerra con el título Las consecuencias económicas de la paz.
Un siglo después ya no hubiera podido decir lo mismo. Sin entusiasmo ni por su parte ni por la de algún país europeo como Francia, sino por pura necesidad, Inglaterra tuvo que integrarse en Europa, una vez que había echado a andar el proceso de integración europea en 1956, proceso que se iría haciendo cada vez más intenso tanto desde un punto de vista cuantitativo como cualitativo.
Tras más de cuarenta años de integración, Inglaterra está dentro de Europa y está descubriendo que, aunque ha tomado en referéndum la decisión de salir de ella, no sabe cómo hacerlo. Y no sabe cómo hacerlo no porque se lo impidan desde fuera, sino porque no es capaz de ponerse de acuerdo en su interior. No es Bruselas quien se lo impide. Es en el Parlamento británico donde es imposible alcanzar un acuerdo para ejecutar la decisión tomada en referéndum. Porque la decisión ha sido tomada como si 2018 fuera 1918. Y no lo es. Pensar que Inglaterra puede relacionarse con Europa como si 2018 fuera 1918 es un espejismo. Es posible que los ciudadanos no lo advirtieran al ejercer el derecho de sufragio en referéndum, pero sus representantes sí lo están haciendo cuando tienen que hacer efectiva dicha decisión.
Cada día se hace más visible esta contradicción. Es la propia sociedad británica la que se está desintegrando en el proceso de ejecución del referéndum del Brexit. El desajuste entre la decisión alcanzada a través de un procedimiento de democracia directa y la que puede ser alcanzada a través del instrumento de la democracia representativa se está expresando de manera inequívoca. Los ciudadanos en referéndum han dicho que sí. Sus representantes en el Parlamento no saben cómo interpretar ese sí
Y es que los ciudadanos dijeron que sí sin saber con precisión cuáles eran las consecuencias de dicho sí, mientras que sus representantes en el Parlamento tienen que tomar la decisión con conocimiento preciso de cuáles son esas consecuencias. Y con dicho conocimiento está resultando imposible ponerse de acuerdo en lo que se tiene que hacer.
El sí o el no del cuerpo electoral no puede ser el punto de partida de un proceso tan complejo como es la separación de una parte del todo en el que se está integrado. El sí o el no tiene que ser el punto de llegada. Se tienen que negociar las condiciones de la separación y, una vez que se han establecido, se pueden someter a referéndum. En esas condiciones, sí puede tener sentido un referéndum. Pero decidir mediante un sí o un no algo cuyas consecuencias no se sabe cuáles son, es jugar a la ruleta rusa.
El riesgo de dividir la sociedad de manera difícilmente reconciliable es muy alto. Este es el argumento del que viene haciendo uso la primera ministra Theresa May en los últimos debates parlamentarios de esta misma semana para rechazar la convocatoria de un segundo referéndum. Volvería a dividir la sociedad cuando lo que hay que hacer es poner en marcha un proceso de integración. Como si eso fuera posible con base en el resultado del primer referéndum.
El riesgo de desintegración interna como consecuencia de un referéndum de separación de una parte del todo en que está integrado creo que debería ser motivo de reflexión también fuera de las fronteras del Reino Unido. Para no dar motivo a que se pueda solicitar la celebración del mismo por un lado o para no empeñarse en celebrarlo sea como sea, por otro.