Algo ha salido terriblemente mal

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Santiago Abascal se ha apresurado a viajar a Israel para abrazar a Netanyahu después de que el Gobierno español reconociera el pasado martes el derecho a la existencia del Estado palestino. Al parecer, a Netanyahu no le incomoda lo más mínimo que Abascal sea el heredero político de la España de Isabel la Católica, el inquisidor Torquemada y la persecución y expulsión de los judíos. Les une estar podridos de odio y una ardiente islamofobia. Cosas veredes, amigo Sancho.

“Algo ha salido terriblemente mal”, dijo Netanyahu el lunes, tras el bombardeo en Rafah de un campamento de desplazados en el que murieron triturados o abrasados medio centenar de mujeres y niños palestinos. Sí, muchas cosas han salido “terriblemente mal” desde que Netanyahu decidiera responder al ataque terrorista de Hamás del pasado octubre con la más brutal operación militar de lo que llevamos de siglo XXI. Bombardeos de escuelas, hospitales, campos de refugiados y hasta convoyes humanitarios como el del cocinero José Andrés. Son tantos los supuestos errores que huele indudablemente a limpieza étnica, genocidio o como quiera llamarse.

El conflicto israelo-palestino no comenzó en octubre con el ataque de Hamás, como creen analfabetos políticos como Ayuso y Abascal. Tiene más de siete décadas de duración y tuvo un momento de esperanza en 1993 cuando Isaac Rabin y Yasir Arafat firmaron en la Casa Blanca los Acuerdos de Oslo que seguían a la Conferencia de Paz de Madrid celebrada dos años antes.

Pero algo salió terriblemente mal cuando un extremista judío asesinó a Rabin por suscribir aquellos acuerdos, que ratificaban la partición en dos Estados del territorio del antiguo Mandato Británico en Palestina, es decir, la doctrina oficial de la ONU desde 1947. Ya no valía decir que la OLP quería la completa destrucción de Israel, se contentaba con recuperar lo que los árabes habían perdido en la guerra de 1967: Cisjordania, Gaza y Jerusalén oriental.

Israel basó su legitimidad fundacional en la resolución 181 de la ONU, pero ahora su Gobierno injuria y calumnia a los que desean completar la voluntad de la comunidad internacional. Lo ha hecho de modo estrambótico al acusar a Pedro Sánchez de “incitar al asesinato del pueblo judío”. Y lo ha hecho al comparar a Yolanda Díaz con los ayatolás de Irán. La tosquedad de tales acusaciones es un insulto a la inteligencia del pueblo que dio al mundo tantísimos pensadores racionalistas, empezando por el sefardí Maimónides.

Algo salió terriblemente mal cuando, en 1996, Netanyahu llegó por primera vez al poder en Israel a lomos de una coalición de fanáticos nacionales y religiosos. Un electorado movido por el miedo y el odio consagró como líder a un individuo de corazón de piedra. No seamos ingenuos, amigos, a veces las elecciones entronizan a monstruos.

Con el bombardeo devastador de Gaza y la colonización de Jerusalén oriental y Cisjordania, lo que Netanyahu y sus aliados tienen en la cabeza es un Gran Israel desde el río Jordán al mar Mediterráneo. Quieren que los palestinos se larguen a otra parte o se sometan a una existencia en bantustanes.

“Los días de la Inquisición han terminado”, dijo el ministro de Exteriores de Netanyahu al amenazar a España con graves represalias por defender la legalidad internacional, incluida la idea de dos Estados en la tierra de Canaán. En España, desde luego, no estamos en esos tiempos de Isabel la Católica y Torquemada tan apreciados por Abascal. Aquí vive en paz y libertad una amplia y respetable comunidad judía. ¿Puede decirse lo mismo de los cristianos y musulmanes palestinos –sí, hay palestinos cristianos– que habitan en los territorios ocupados militarmente por Israel desde 1967?

Israel debería mirarse en el espejo. Haber sido víctima de una brutalidad como el Holocausto no da carta blanca para cometer crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, acusaciones que le formula la fiscalía de la Corte Penal Internacional. Haber sido víctima de una agresión terrorista no da carta blanca para arrasar Gaza y matar a más de 35.000 de sus habitantes.

La humanidad deja de serlo si no se rige por reglas. Se convierte en una jungla salvaje donde domina la voluntad del más fuerte. Israel es fuerte, lo sabemos. Fuerte militar, económica y tecnológicamente. Fuerte en servicios secretos y apoyos internacionales en Estados Unidos y Europa.

Por eso es valiente lo que acaba de hacer el Gobierno de Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, porque no desconoce el poderío de Israel. Pero también es sensato, justo y necesario. España reconoce al Estado de Israel desde 1986 y no ha dejado de hacerlo por la decisión del martes, señor Netanyahu. España solo retoma los principios del proceso de paz de Madrid y Oslo de los años 1990. Dos Estados, con las fronteras, más o menos corregidas, anteriores a la guerra de 1967. Lo mismo que el primer ministro israelí Rabin firmó en la Casa Blanca en 1993.

Y ahora van a tildarme ustedes de antisemita, señores Netanyahu y Katz. Háganlo, no me preocupa, porque es tan absurdo como que me tildaran de fundamentalista hindú. Es más bien al contrario, creo que son ustedes los que se están ciscando en la maravillosa tradición judía de inteligencia, tolerancia y humanismo.

¿No les parece sospechoso, señores Netanyahu y Katz, que ahora reciban el apoyo entusiasta de la ultraderecha europea, de los nietos ideológicos de los fascismos antisemitas de los años 1930? ¿No se sienten incómodos cuando los abraza Abascal?

Yo prefiero abrazar la lectura de Stefan Zweig, que en sus memorias relata escenas vividas en vísperas de la I Guerra Mundial que revelaban “el emponzoñamiento provocado por años y años de propaganda de odio”. Una vez Zweig dice: “El hecho de que el odio hubiera penetrado tan adentro en la provincia y corroyera incluso a la gente apacible e ingenua, me horripiló”. Y otra rememora: “Se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de sangre. Todas las conversaciones acababan en frases estúpidas como: «Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras».”