Desde siempre he tenido una curiosidad malsana por saber de qué vive la gente. En España, el país en el que hablamos de lo llamativo, pero nunca de lo verdaderamente importante, esta es una misión titánica, imposible, llena de escollos, eufemismos y esquinazos. Es de mala educación decir cuánto cobras, es terrible preguntar cuánto cobran otros, cuánto se paga de alquiler, cuánto te gastaste en una camisa. Hace años, en una cena de empresa, un colega al que acababan de ascender sólo fue capaz de decirme la nueva cifra de su nómina cuando hubo consumido unas cuantas copas. Era un muchacho realmente noble, adorable, lleno de ganas de ser bueno y no resultar antipático a nadie. Pronunció la cifra tapándose la cara con las manos, atorado por la vergüenza, como si estuviese diciéndome “te quiero”, en lugar de “1400 euros”.
En España se lleva decir que eres pobre, que no hay dinero para pagar. Es casi elegante hacerse el humilde de una extraña forma: alzando la cabeza y haciendo ostentación de tu mala economía. Incluso en las conversaciones con pagadores, el dinero es un ente semiprohibido, del que nos vemos obligados a hablar con titubeos, mails crípticos de ida y vuelta, como -de nuevo acudo a los sonrojos del amor- cuando nos perdemos en devaneos avergonzados antes siquiera de besar a alguien a quien queremos besar.
Es el pagar y el cobrar una especie de ceremonia de apareamiento llena de plumas de colores, movimientos equívocos, ulular, pero falta total de acción. Una vez, en respuesta a un mail en el que yo, educadamente -siempre educadamente, con pudor- me quejaba de la tardanza de un pago que se me debía, la empresa contratante se disculpó y me respondió “Te iremos contando qué proceso vamos a ir siguiendo para realizar tu pago”. Mis frases vacías en las que les animaba tímidamente a que me pagaran habían sido respondidas por esta gran frase igualmente carente de significado. ¿El proceso? ¿Qué proceso? ¿Qué diantres me importaba a mí el proceso que iban a seguir?
Imaginé que en las semanas siguientes me escribirían diciéndome:
“Bien, Sabina. Ya sabemos el proceso que vamos a seguir. Hay un vagabundo pidiendo ahí fuera en la plaza. Hemos decidido que vamos a robarle todo lo que ha reunido hoy en su gorra, y con eso te vamos a pagar. A ver qué tal nos sale este proceso. Te vamos contando”.
O bien:
“Ok, Sabina. Ya está decidido el proceso: Voy a ir a casa de mi tita Angelines, que está muy sola y siempre agradece una visita, y le voy a meter mano a su bolso. Te enviaremos tus 300 euros en calderilla dentro de un sobre acolchado. Te lo entregará un enano en la puerta del casino de Torrelodones”.
Sentí que se removía dentro el bicho de la desesperación y el descaro. Tuve el impulso de responder algo letal, que rompiese estas urnas de cristal de españolísima evitación de hablar de temas de dinero desde las que yo preguntaba y ellos respondían. Quizás un “PAGAD”, un “HOSTIA JODER”, un exabrupto sincero cualquiera, en realidad, que rompiese esa ilusión de civismo por una vez.
Es por esto, por este cansancio económico que arrastro, por el que animo a que nos lancemos a un liberador striptease económico. A riesgo de parecer una auténtica demente en este país lleno de gente que tiene que taparse la cara por miedo a incurrir en el pecado de la ostentación antes de revelar que es mileurista, me atrevo a gritar que, si pretendemos conocer la sociedad en la que vivimos, la economía que habitamos, debemos desnudarnos a este respecto. Despojarnos absolutamente de la timidez española a ser pobre, a ser rico, a decir una cifra. Contar de forma natural lo que cobramos, lo que nos prestaron nuestros padres, la herencia que recibimos, la miseria que cobramos en tal o cual encargo, las veces que trabajamos gratis a cambio de un candoroso intento de obtener prestigio. Mientras escribo estas palabras, siento en las manos y en la cara ese rubor español del que está a punto de ponerse en evidencia en la plaza del pueblo. No obstante, algo me dice que este striptease económico, este desglosar de dónde viene y por dónde se va cada moneda que cobramos y gastamos con la misma naturalidad con la que hablamos del tiempo nos hará tener una noción más clara de la sociedad en la que vivimos. Huyamos de un mundo corrupto descorruptizándonos ante los demás, desnudando sin miedo nuestras cuentas A, B y C. Nos hará saber quiénes somos, quiénes son los que nos rodean, la suerte o la mala suerte propias o ajenas, las injusticias cometidas. Gritar, en mitad de la fiesta y sin taparnos la cara con las manos, “1400”, “600” o la cifra que sea. Decir bien alto “¿Cuánto me pagaréis?”, anunciar con voz segura a tus semejantes que el piso en el que vives es en realidad de tus abuelos y que ese trabajo no te daría para pagar un alquiler, me parece un primer paso para tener claro, en esencia, dónde nos encontramos realmente.