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Ya no me siento independentista (2)

El pasado 5 de febrero publiqué un articulo en este periódico para contar que durante un tiempo había abrazado el deseo de la independencia de Catalunya y que en los últimos meses este deseo había desaparecido. Que es una manera de decir que estoy replanteándome algunas de las cosas que he deseado (porque todo cambia y se resignifica) y que me parece un ejercicio de autocrítica sano y necesario. No soy la única, es una evidencia, pero yo contaba en mi artículo lo que me había ocurrido a mí. La respuesta fue, y sigue siendo unos días después, en verdad apabullante y considero necesario revisarla para nuestro propio beneficio reflexivo. Desde dentro y desde fuera del independentismo catalán.

Decía en aquel artículo que sentí por primera vez que estaba empezando a alejarme del deseo multitudinario de la independencia “el día que leí a Quim Torra”. Que le respetaba “a Torra haber dado un paso adelante cuando nadie más quiso hacerlo” y “admiro su capacidad de resistencia y su trabajo de hormiga, constante, de hace años”. Pero que sus opiniones escritas, estaba segura y lo sigo estando, han dejado en Catalunya “una terrible sensación de impunidad” para hablar de modos absolutos. Cité dos escritos. Lo que el MHP Quim Torra escribió sobre el 15M y lo que escribió sobre un pasajero español que se molestó cuando un capitán de avión habló en catalán llegando a Barcelona.

Dijo el presidente catalán respecto al 15M: “Tecleo en Twitter: Esta panda de memos de los indignados nos lleva directamente al quinto mundo”. Y lamento ser tan bestia, pero hoy no hay tiempo para los matices. No hay tiempo para decir que hay ideas muy bellas tras el 15M“. Sí lo había, es evidente que lo había. Y también que lo que él llamó ”una panda de memos“ eran algunas de las mejores personas de izquierdas de este país, que se estaban ofreciendo a dialogar.

Y dijo el presidente catalán respecto a un ciudadano español que escribió a un periódico de Zurich para quejarse por ser recibido en catalán en Catalunya: “miras a tu país y vuelves a ver hablar a las bestias. Pero son de otro tipo. Carroñeros, víboras, hienas. Bestias no obstante con forma humana, que gorgotean odio. Un odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza con verdín, contra todo lo que representa la lengua. Están aquí, entre nosotros. Les repugna cualquier expresión de catalanidad. Es una fobia enfermiza. Hay algo freudiano en estas bestias. O un pequeño bache en su ADN. ¡Pobres individuos! (…) hace un par de semanas viajaba en un vuelo de Swiss una de estas bestias. Al llegar a destino, se anunciaron en catalán las típicas observaciones previas al aterrizaje. La bestia, automáticamente, segregó su espumarajo habitual. Un hedor de cloaca salía de su asiento”.

Ojo. Lo dijo el presidente 131 de la Generalitat, a quien reconocí en mi anterior artículo que dio un paso al frente cuando de manera injusta se negó el derecho a ejercer el legítimo mandato votado por el pueblo catalán primero a Carles Puigdemont, luego dos veces a Jordi Sánchez y finalmente a Jordi Turull. Hoy, el primer exiliado y los dos segundos, presos. Pero insisto: el presidente (no electo) de la Generalitat. Y eso a mí me parece un despropósito que, como bien hubiera augurado Adorno cuando decía que el lenguaje nunca es impune, ha permeado en maneras de expresarnos que estoy segura que hace pocos años nos hubieran parecido alarmantes.

No dije (o debí decirlo y se interpretó mal, es una evidencia, porque mucha gente lo entendió así) que no quería una independencia si quien la presidía era Torra. Sino que se desvanecía el deseo de independizarme para crear un país nuevo porque sentía que había un discurso que a mí me parecía violento que lo sustentaba, sobre todo desde el inicio del mandato de Torra, que empaña aquella sensación de libertad y contagio esperanzador. Al menos es lo que me ha ocurrido a mí. Y que creía que “una multitud de personas que habíamos abrazado el independentismo como proyecto político (y no nacional, resumiendo) empezaron a ignorar declaraciones o a pasar por alto opiniones que no parecían xenófobas ni prácticamente racistas porque se decían desde Catalunya”. Y concluía: “Lo fueron. Lo siguen siendo”. Y que estas personas (los nuevos independentistas como yo) son las que se han sumado a los 'independentistas de toda la vida' y han hecho su sueño posible al convertirlo en un sueño común.

La respuesta, como esperaba, fue masiva. Pero más allá de cuatro hiperventilados que vomitaban veneno llamándome desde Catalunya “rata de cloaca, catalanita arrepentida, articulista comprada por la izquierda española”; y desde España, “iluminada catalana que ha visto la luz, redimida, finalmente cuerda”; temo que cualquier escrito con esta reacción es importante para vernos reflejados de una forma en la que no nos gusta mirarnos.

El activista catalán Arcadi Oliveres me dijo una vez que él, que ha colaborado en procesos de paz alrededor del mundo, nunca había sido tan insultado como en el procés catalán (y me lo dijo antes de que empezara lo que también desde afuera se conocé como el procés). Y que no sólo había sido gravemente insultado desde fuera de Catalunya, sino también desde dentro. Ahora me ha tocado a mí. A pesar de mi acompañamiento a presas, presos y exilio, a pesar del voluntariado para la creación de esta república nuestra y a pesar de haber defendido nuestro sueño como un mundo mejor posible, increíblemente, me ha tocado a mí. Y no me han enojado las respuestas que he recibido (la mayoría de manera anónima en twitter y en mensajes privados) pero sí me ha provocado tristeza que un pueblo sensato y aparentemente moderado como el catalán, un pueblo pacífico y apaciguador, pueda escupir esta rabia sin que nadie trate de moderar los ánimos. He recibido muchos mensajes de apoyo, de gente muy cercana al poder o de otras ciudadanas de a pie como yo. Pero públicamente se ha hecho el silencio. Y deberíamos preguntarnos por qué. Qué nos está pasando. Porque la urgencia de esta reflexión, sin duda y visto lo visto, es importante.

No sólo es importante que España entienda lo que se juega en este momento de su historia si tantísimos catalanas y catalanes se sienten absolutamente traicionados y molestos (no, no son unos enfermos extremistas y sí, si hemos escuchado el 'a por ellos' y convivido con una catalanofobia absolutamente repugnante e impune). Pero no sólo debemos dar importancia a lo que estamos viviendo por la evidente desconexión entre Catalunya y España, sino porque todas y todos nosotros estamos inmersos en el mismo proceso histórico que en muchos sentidos parece irreversible, sobre todo, por esta manera de tratarnos (que no, no es lo que nos dicen Arrimadas o Vox que está pasando, sino algo mucho más humano y sutil).

Cuenta lo que has hecho por el independentismo, me dicen algunas amigas y amigos míos. Pero me niego. No tengo por qué dar explicaciones ni sobre lo que he investigado, escrito y hecho para que el pueblo catalán pueda votar, expresarse y hacer posible un anhelo de libertad política que nos interpela a cientos de miles de personas. Pero respuestas desagradables y agresivas como las que recibí yo y reciben a diario muchas personas hacen más evidente que nunca la necesidad de un diálogo y un referéndum… aunque ni siquiera esto creo que evite una ruptura emocional que no es social, como dice el unionismo más casposo, sino radicalmente íntimo. Y es que si una parte de la población se siente herida, desde ángulos diversos, estamos obligadas a preguntarnos por qué, qué ha sucedido para que estemos tan lejos no ya Catalunya de España sino los unos de las otras.

Hay un dicho que asegura que dos no se pelean si uno no quiere. Y no estoy hablando de la xenofobia que reconozco, con tristeza, en Catalunya (si bien estoy segura de que no es representativa del movimiento independentista que en su mayoría ha sido y sigue siendo ejemplar); sino de la impunidad para responder a la catalanofobia (que estoy segura, y siempre lo he estado, que tampoco es representativa de la sociedad española) con hispanofobia. Ojo por ojo y el mundo se quedará ciego, decía Gandhi.

Y esta tristeza, esta rabia y esta impotencia que provoca en Catalunya el trato recibido por nuestras políticas y políticos, nuestros representantes sociales y nuestras conciudadanas y conciudadanos, se ha hecho tan importante que lo ponemos por delante de otras cosas que en el fondo sabemos que son mucho más urgentes. No quiero quitarle importancia. La tiene y mucha. Pero creo que estamos llegando a un grado normalizado de irritación que nos impide pensar. E incluso a miles de personas, dialogar. Y no, todas estas personas no son unas enfermas ni unas extremistas; no son unos locos que necesiten aprender a comportarse; no son unos racistas ni unos xenófobos. Ni los españoles ni los catalanes. Son ciudadanos y ciudadanas como usted y como yo que están hartos de muchas maneras distintas. Lo entendamos o no. Y desde el independentismo no son unos racistas que se comportan como ovejas (tal y como me han dicho, en estos días, como si hubiera yo salido de una secta) sino miles y miles de personas que han optado por una vía política comprensible que yo misma he compartido durante años. Ahora dudo. No niego, dudo. Y aun así espero que si la independencia finalmente ocurre, nos haga felices a todas y a todos. Lo digo honestamente. No para establecer ahora un diálogo forzado entre una sociedad que a ratos no tiene ganas de dialogar, pero sí para que recordemos que sabemos respirar antes de responder y reaccionar. Porque ahí, y sólo ahí, es donde radica el riesgo social. No en una opción política legítima como es la independencia; a pesar de que lo diga una gran parte del unionismo sin detenerse a leer, escuchar y pensar. Tal y como sucedió, lamentablemente, con las decenas de mensajes públicos y privados con los que se me trató de poner en un lugar que no me corresponde ni me interesa. Sigo pensando. En calma. Sin atender a insultos y releyendo algunos de los mensajes inteligentes que sí, sí me han ayudado a pensar en medio de este torbellino sin importancia que es twitter.