Las protestas, en ocasiones violentas, de los taxistas de principios de este mes de agosto en España (y en otros países) tienen mucho de neoludismo, es decir, de resistencia, aunque sea de forma inconsciente, frente a nuevos avances revolucionarios tecnológicos. Se presentan como una cuestión de competencia desleal, dimensión evidente.
Pero ni Uber ni Cabify serían posibles sin las nuevas tecnologías que lo conectan casi todo al móvil que llevamos ya prácticamente todos encima (y del que se aprovechan también algunas apps de servicios regulares de taxis). Llevan a pronosticar que movimientos de este tipo van a cundir si no se toman las medidas suficientes, no para detener la marcha de la tecnología sino para paliar sus efectos negativos sobre algunos colectivos más afectados.
Estos síntomas estuvieron también presentes en la huelga de los estibadores, condenados a plazo a ser reemplazados por máquinas automatizadas. O en el impacto de la economía compartida en casos como los pisos turísticos contratados a través de Airbnb. Por no hablar de los transportistas en bicicleta de Deliveroo y otras empresas similares.
Ned Ludd, si realmente llegó a existir (hay dudas), no era un loco que simplemente destruyera máquinas y se opusiera al progreso tecnológico. Puso de relieve a caballo entre el siglo 18 y el 19, el impacto de los nuevos telares mecanizados sobre los trabajadores textiles antiguos en la Inglaterra de la revolución industrial. Lord Byron lo defendió apasionadamente desde la Cámara de los Lores.
Pero los luditas no pudieron impedir el surgimiento de las formas capitalistas y tecnológicas de producción, y perdieron no solo en las fábricas, sino en los tribunales. Carl Benedikt Frey y dos colaboradores, desde la Oxford Martin School, han señalado no solo cómo, a pesar de los progresos tecnológicos que trajo, la Revolución Industrial inglesa tardó tres generaciones en beneficiar al conjunto de la sociedad, sino también que, en nuestros días, las víctimas de la Cuarta Revolución Industrial son más propensas a optar por cambios políticos radicales (como el de Trump en EEUU).
Hay fuerzas conservadoras en juego que defienden sus intereses. Por volver a los taxis y las plataformas rivales, Uber y Lyft han hecho que el precio en el mercado de una licencia de taxi en Nueva York, el famoso “medallion”, pasara de un millón de dólares en 2013 a entre 250.000 y 750.000 dólares en la actualidad. En Madrid, las licencias de taxis han caído de 200.000 euros hace un lustro en su apogeo, a venderse ahora en el mercado por menos de 140.000. Y muchos ahorros o indemnizaciones de despidos en la crisis se han invertido en ellas.
Mas no se trata sólo de competencia en precios y servicios, sino también de temor a que las máquinas sustituyan a mucho humano en diversas tareas. En España, y también en el conjunto de Europa, no hay rechazo a los robots, pero sí a que asuman estas tareas y desparezcan esos empleos. Según una reciente encuesta de Metroscopia hay una mayoría de españoles (57%) para los que la Inteligencia Artificial (IA) o los robots están ya o lo harán en un futuro cercano sustituyendo a las personas en el desempeño de la mayoría de los trabajos. Si se suma el futuro lejano, se llega a un 85% de preocupación. Esto contrasta con la actitud de los directivos empresariales españoles, 68% de los cuales, según una reciente encuesta de KGPM, es de la opinión que la robotización y la IA crearán más empleos de los que destruyan en los próximos años. Sean cual sea la realidad –hay muchos estudios contradictorios al respecto– hay un problema de percepción entre la población española (y otra). Y este problema puede estar generar un nuevo ludismo, si no se atiende.
Ante esta percepción, y ante el hecho de que hemos entrado en un periodo de transición radical con la citada Cuarta Revolución Industrial –como dijera Charles Dickens de la primera, “el mejor y el peor de los momentos”–, hay que debatir y buscar la forma de que el progreso tecnológico no destruya los avances logrados en materia social, aunque necesiten de aggiornamento. No es el momento de desmantelar el Estado de Bienestar, sino más bien lo contrario: reforzar y renovar las redes de protección social para hacer posible un desarrollo tecnológico no sólo inevitable, sino en buena parte deseable.