Hubo un momento en que empezamos a jugar con la palabra “terrorismo”. Y, como era de esperar, la palabra nos reventó en las manos. A partir del 11 de septiembre de 2001, cualquier cosa pudo ser terrorismo. Y la lucha contra el terrorismo pudo permitirse vulnerar sin límites derechos y libertades. Poco a poco irrumpieron conceptos absurdos en los códigos penales.
Cuando los absurdos eran demasiado delirantes para encajarlos en un texto legal, países tan poderosos como Estados Unidos decidieron actuar al margen de la ley. Nunca llegaremos a saber cuántas personas fueron secuestradas por todo el mundo por supuestos (y digo supuestos en su acepción de “impostura o falsedad”) vínculos con el terrorismo islámico. La cárcel de Guantánamo, donde los presos nunca serán juzgados, constituye el símbolo supremo del terror antiterrorista.
En ciertos lugares se lleva la cosa al límite. En Israel, desde los ataques terroristas perpetrados por Hamás el 7 de octubre, 146 ciudadanos han sido procesados por decir o escribir cosas supuestamente “terroristas”. En uno de los casos, un hombre se atrevió a publicar en Instagram una frase tan horrenda como “El ojo llora por los residentes en Gaza”: una clarísima muestra de apoyo al terrorismo de Hamás. El hombre fue, por supuesto, detenido.
Recordemos en qué consiste el terrorismo según la legislación española: “Delito que consiste en llevar a cabo delitos graves con la finalidad de subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o abstenerse de hacerlo, alterar gravemente la paz pública, desestabilizar gravemente el funcionamiento de una institución internacional, o provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella”.
Quedan claras unas cuantas cosas. La primera, una redundancia que se muerde la cola: el terrorismo es un delito que consiste en llevar a cabo delitos graves. Caramba. La segunda, que lo esencial está en la frase “con la finalidad de”: hay que valorar las intenciones por encima de los hechos. La tercera, que todo puede ser terrorismo.
Cuando el ex ministro del PP Jorge Fernández Díaz creó la “policía patriótica”, obligando a los poderes públicos a lanzar acusaciones falsas, cometió delito de terrorismo. ¿Tiene la amnistía pactada por Pedro Sánchez la intención de provocar un estado de terror en parte de la población? A juzgar por quienes se concentran diariamente en la calle Ferraz, sí. Pues delito de terrorismo. ¿Cortar una calle y gritar hasta altas horas de la noche significa “alterar gravemente la paz pública”? Esperanza Aguirre es terrorista, y con ella el resto de manifestantes.
Y no hemos llegado aún al delicioso concepto del “terrorismo de baja intensidad”, que puede convertir la quema de un contenedor o la rotura de un cajero automático en acto terrorista, según sean las intenciones. ¿Sería terrorismo hacer esas cosas por “putodefender” España? ¿Lo es cuando se trata de favorecer el independentismo catalán?
Un juez imputa a Carles Puigdemont un delito de terrorismo. Desde luego, el personaje se ha saltado la ley siempre que ha querido. Pero ¿en serio ha cometido actos terroristas?
La mejor amnistía consistiría en perdonar para siempre la palabra “terrorismo” y dejar de usarla. Cuando una palabra lo significa todo, no significa nada.