Este artículo ha sido publicado en la revista de eldiario.es 'Mujeres'. Hazte socio y recibirás en tu casa nuestras revistas monográficas en papel.
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Todo empezó con aquella miniserie ligeramente excepcional. Big Little Lies. Allí varias mujeres mataban, de forma improvisada, a un hombre y se ponían de acuerdo para guardar silencio. Era un comienzo tímido pues las mujeres conocían al hombre, les había hecho daño y seguía agrediéndolas cuando le mataron. Sin embargo, muchos coincidieron en señalar que abrió la veda. Después de algunos merodeos más llegó The Killer: detectives, investigación y crímenes que no cesan. La sinopsis no llamaba la atención. Hasta que encontraron el primer cuerpo, el segundo, el tercero, y resultó que todos pertenecían a muchachos jóvenes, no muy corpulentos, bellos, delicadamente torturados por el asesino. En efecto, parecía claro que se trataba de un asesino que amaba a los muchachos. Tras el séptimo crimen, sin embargo, las pistas apuntaban a una mujer. Llamaba la atención que la sospechosa no conociera a los muchachos, que no le hubiesen hecho nada, que tampoco se estuviera vengando en nombre de alguna otra persona. Ella se limitaba a seguirlos, los atacaba con el clásico pañuelo de cloroformo. Los encerraba, torturaba, mataba y dejaba señales en sus bellos cuerpos mutilados, posteriormente fotografiados por la policía. En la segunda temporada quedaba demostrada su culpabilidad. La asesina, brillante, enigmática, seductora a pesar de, o tal vez gracias a, su crueldad, era encerrada en prisión. Todo el mundo suponía que volvería a escapar para que diera comienzo la tercera temporada.
Aquello sí que fue el pistoletazo de salida: en cada plataforma aparecieron dos o tres series de lo que se designó como “psicópatas asesinas”. La verosimilitud estaba garantizada, ni siquiera eran siempre necesarias armas y gimnasios, cualquier mujer podía atacar a un muchacho joven, sobre todo si lo hacía sin motivo, por el mero hecho de que fuese hombre, mejor joven y bello según ciertos cánones. O chicos adolescentes y preadolescentes. Las series no se molestaban demasiado en argumentar por qué mataban. Es decir, hablaban de la infancia de cada asesina, de sus traumas, de su extraordinaria inteligencia. Pero en cuanto a establecer la relación entre eso y el hecho de asesinar jóvenes de sexo masculino, se atenían a la convención. Al cabo, nunca han sido necesarias las justificaciones: ver a un chico solo por la calle, desear tocarle, que el chico se revuelva un poco entre ofendido y extrañado es algo que puede conducir fácilmente al estrangulamiento. Y cuando ya se ha hecho una vez, por qué no repetir.
Cundió un cierto malestar entre la audiencia. Sobre todo el día en que, en Minnessota, apareció el primer muchacho asesinado y mutilado. Nadie estaba a favor de prohibir nada, esa era la típica falacia que se usaba para desautorizar a quien mostraba su escepticismo o su falta de entusiasmo. Pero la novedad radicaba en que tampoco nadie estaba a favor de criticar ninguna serie de psicópatas asesinas. Todo el mundo coincidía en que la ficción era un espacio para dar rienda suelta a las fantasías, romper tabúes y formular preguntas e incomodar un poco sin ton ni son, esto es, incomodar por incomodar. Y algo incómoda sí era esa reiteración de jóvenes, adolescentes y, de vez en cuando, niños (masculino específico) asesinados.
Algunas mujeres comentaron que el crimen gratuito no solía formar parte de los procedimientos con que ellas descargaban su impotencia o sus desequilibrios, y que tampoco era cuestión de dar ideas. En seguida se las tachó de inmaduras incapaces de apreciar un arte insondable. Ellas no estaban de acuerdo, pero no insistieron. Pues, a qué negarlo, poder poner cualquier producto audiovisual, especialmente si te gustaban las series policíacas, sabiendo que no encontrarías a ninguna mujer mutilada dentro de una maleta, o atada y exhibida en su palidez cadavérica, o violada antes o después de haber sido asesinada, etcétera, tenía su aquél.
No es que las mujeres quisiesen ver a los jóvenes en esa situación. Ahora bien: ¿qué podían hacer si las ficciones estaban hechas para dar rienda suelta a los mundos oscuros que nos habitan, si la vida no siempre es justa, mucho menos la imaginación, y el arte es, en definitiva, una indagación, no importa si con trampa, en la realidad? El llamado “psicópata asesino” nunca les había parecido una explicación demasiado plausible acerca de lo que estaba mal en el mundo: unos seres extraños actúan así, en cuanto lo solucionemos la paz volverá a nuestra comunidad. Aguda no era. O quizá aún no habían captado su vasta profundidad. Entretanto, qué sensación nueva y, por cierto, nada desagradable, la de dejar de morir, al menos en la pantalla, por el simple hecho de no ser hombre. Seguía habiendo disparos y muertes, pero ahora cuando mataban a una mujer en una serie policíaca había un motivo, como solía pasar con los hombres, relacionado con sus acciones, perseguir a un ladrón, querer un alijo de droga; la novedad era no morir porque sí, no morir por llevar inscrita la condición de posible asesinada en los órganos genitales.
Hubo quien quiso saber si no les desagradaba verse retratadas como psicópatas asesinas. ¿Verse retratadas?, preguntaron a su vez. No, en absoluto se veían retratadas porque la asesina en serie siempre recibía un tratamiento relevante como personaje, tenía identidad, un pasado tormentoso, unos propósitos. En cambio de las asesinadas de antes apenas se sabía algo más que su sexo, y eso sí tenía pretensiones de generalizar.
Las mujeres también eran hermanas, amigas, etcétera, de muchachos jóvenes, adolescentes y niños semejantes a las víctimas de series o películas. Lamentaban que, en los últimos tiempos, éstos tuvieran que ir con un poco de miedo por la calle. Que, en el imaginario, el sonido quedo de las deportivas de un muchacho de quince años en una calle solitaria se hubiera convertido en una llamada casi irresistible para la asesina que anduviera cerca. Pero, la verdad: estaban hartas de discutir. No les agradaba que les atribuyeran la intención de criticar algo tan sagrado, y tan ajeno a los estereotipos más difundidos, como la ficción. En ese lugar tan libre, donde las obras, tan distintas entre sí, expresaban sólo la singularidad irrepetible de cada creador, si ahora había a razón de cincuenta historias de asesinas de muchachos por año era por una mera cuestión de individualidades que habían, milagrosamente, coincidido.
Las mujeres preferían, desde luego, que se innovara, que en lugar de sustituir al psicópata asesino por la psicópata asesina, se imaginaran otras formas de dar rienda a los terrores y de lidiar con los tabús. Pero si lo decían en voz alta las acusarían de hacer una lectura demasiado plana acerca de algo tan complejo como un conjunto de episodios y películas de asesinas en serie. Así pues, encendieron las pantallas, disfrutaron de no ver a sus congéneres troceadas, y comieron verduras de las eras.