Los toros: amores que matan

Ayer se tramitó en el Congreso la Iniciativa Legislativa Popular con la que se pretende declarar la “fiesta” de los toros como Bien de Interés Cultural (BIC). Ayer mismo, eldiario.es publicaba que la Mesa del Toro amenazaba con querellarse contra el periódico por la publicación de un artículo de Ruth Toledano contra la tauromaquia. Al margen de la escasas posibilidades que tiene este proyecto de alcanzar sus objetivos, a saber, reprimir y, en su caso, perseguir iniciativas antitaurinas como la del Parlament de Catalunya, y proteger con subvenciones públicas un espectáculo en declive, lo que me parece más destacable es la falta de racionalidad y de sensibilidad moral que lo sustentan. Los (pseudo)argmentos en favor del toreo son falsos, falaces y circulares, y, por si esto fuera poco, denotan, además, una considerable distorsión en el ámbito moral.

Empecemos por lo más básico. Se dice, por ejemplo, que sin la fiesta de los toros, desaparecería el toro bravo, pero esto es como decir que la tortura y la muerte de un animal resultan imprescindibles para su supervivencia. No sólo se trata de una contradicción lógica sino que pone de manifiesto una visión instrumental del mundo animal que muchos clásicos, como Jeremy Bentham (An introduction to the Principles of moral and legislation) o Charles Darwin (The descent of man-El origen del hombre), ya consideraron injustificada. ¿Es que todo aquello que carece de “utilidad” para nosotros está llamado a desaparecer? Entendiendo por “útil”, claro, únicamente lo que cubre nuestros deseos más inmediatos o nuestras necesidades materiales más ramplonas. El problema es que esta perspectiva no sólo es autocontradictoria y dudosa, sino que ni siquiera supera la prueba de la experiencia: es un hecho que la supervivencia de una especie no depende del grado en que sea maltratada y aniquilada. Por cierto, que también los antiabolicionistas pensaban que los esclavos no sobrevivirían a la abolición de la esclavitud, y algunos de sus descendientes, sin embargo, han llegado a ocupar posiciones de indudable relevancia. Claro que siempre cabe decir que el torero es el que más valora al toro, como el cazador a la naturaleza, aunque curiosamente este tipo de argumentos es el que usan los islámicos extremos cuando dicen que sus mujeres llevan burka porque así se les garantiza protección. En efecto, hay amores que matan.

Pero sigamos con algunos (pseudo)argumentos más. Tras la defensa de los toros, no hay duda, se esconde la “Marca España”, lo que, según parece, es de una gran importancia. Y es que con la salvaguarda de la “fiesta”, lo que se pretende proteger es nuestra cultura. Aparte de las dudas que me suscita la calificación del espectáculo taurino como “cultura”, lo cierto es que la cultura, por serlo, no tiene necesariamente que ser valiosa. Algo puede ser “cultura” y resultar por completo repugnante desde un punto de vista moral, como resulta repugnante, sin ir más lejos, la ablación del clítoris, la lapidación de las adúlteras o los matrimonios concertados, que también se califican como cultura, en ciertos casos, incluso, con aliño religioso.

Proteger la cultura por ser cultura no sólo puede ser inmoral, sino que consiste en proteger lo que existe sólo porque ha existido siempre, lo cual es propio de un costumbrismo casposo y reaccionario. El nacionalismo acrítico que denota este argumento, el populismo moral en el que se apoya, se resume en la frase circular: lo mío tiene valor porque es mío, y esta es una afirmación que no supera un mínimo filtro de racionalidad. Si lo mío es valioso por ser mío, lo tuyo lo es por ser tuyo, con lo que cualquier tradición es valiosa y tiene que conservarse. En fin, creo que esta postura se desacredita por sí sola.

Y, finalmente, tenemos que los toros han de ser un Bien Cultural, no por ser cultura sino porque tienen un valor estético y artístico; estamos ante una representación sublime e imprescindible que despierta las mejores emociones. Esto es más que discutible y no puede generalizarse, pero no voy a entrar a valorarlo. Lo que me interesa ahora subrayar es que esta posición plantea la necesidad de solventar la clásica tensión que existe entre ética y estética. Tengo la impresión de que la mayoría de los que afirman este tipo de cosas, no ha entrado a dilucidar seriamente si puede existir estética sin ética, o quizá piensan que lo que valoramos estéticamente no tiene nada que ver con nuestras posiciones éticas y que, por tanto, no estamos frente a conflicto o dilema moral alguno. Sin embargo, visto así, el punto de vista estético no podría distinguirse de una infeliz impostura o de la simple frivolidad, con lo que sería por completo irrelevante.

Allí donde hay o puede haber dolor, hay siempre una toma de posición que no puede ser exclusivamente estética, y me parece que nadie puede dudar de que un toro no es una piedra. En tanto los animales estén dotados de capacidad de sufrir han de ser considerados en nuestro discurso moral, y esto significa, como mínimo, que tenemos algunos deberes contraídos con ellos, el más básico de los cuales es el de no torturarlos para el disfrute de unos pocos.

En An introduction to the Principles of moral and legislation, decía J. Bentham: “Los franceses han descubierto ya que el color negro de la piel no es razón para que un ser humano pueda ser abandonado sin remedio al capricho de un torturador. Llegará el día en que se reconozca que el número de patas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum, son razones igualmente insuficientes para abandonar a ese mismo destino a un ser sensible (…) La cuestión a plantearse no es –insistía-: ¿Pueden los animales razonar?, ni la de ¿pueden hablar?, sino la de ¿pueden sufrir?”. Más de un siglo después, lamentablemente, nosotros, a diferencia de los franceses, seguimos empeñados en vivir de espaldas al progreso moral y hemos decidido proteger la tortura de un ser sensible como una práctica cultural y/o estéticamente valiosa. Vista nuestra cerrazón, sólo queda confiar en que sea el tribunal de la historia el que nos haga justicia.