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Trump, Pinochet y “nuestros hijos de puta”

Donald Trump y su mujer en el complejo Mar-a-Lago del magnate en Florida.

Olga Rodríguez

Frente al “Make America Great Again” de Trump, los demócratas, encerrados en las paredes del marketing político, ajenos a la calle, entonaron el “America is already great” (EEUU ya es un gran país). ¡America is already great! Mientras, en la vida real, encuestas como la que realizó Reuters/Ipsos el día de las elecciones indicaban cosas como estas:

- El 72% de los estadounidenses que votaron creen que “la economía está sometida al chantaje de los ricos y poderosos”.

- El 68% cree que “a los partidos y políticos tradicionales no les importa la gente como yo”.

- El 75% cree que EEUU “necesita un líder fuerte para recuperar el país de [las manos de] los ricos y poderosos”.

- El 76% cree que los medios del mainstream están más interesados en hacer dinero que en contar la verdad“.

- El 54% siente que “es cada vez más duro para alguien como yo salir adelante en EEUU”.

A pesar de esta realidad, el Partido Demócrata estadounidense apostó por el juego de la normalización de la actualidad, como si aquí no hubiera pasado absolutamente nada en los últimos años. Prefirió arriesgarse a que perdiera Hillary Clinton ante Trump a tener como líder a Bernie Sanders, capaz de decir bien alto que en América hay muchas cosas que no pueden seguir como están.

El modelo de voracidad que nos ha llevado hasta aquí está agotándose, porque la gente ha sido capaz de ver su verdadero rostro. Y ante ello, el establishment, lejos de reconocer que es hora de más democracia, prefiere una huida hacia adelante con la esperanza de poder seguir como hasta ahora, a costa del resto. Y por supuesto, a costa del planeta, que sufre el vertiginoso aumento del cambio climático, ese que Trump niega.

Por eso las esferas del poder en Washington y en Wall Street tenían más miedo a Sanders que a Donald Trump, quien ya cuenta en su equipo de confianza recién formado con algunos de los mayores lobistas del país, como Jeffrey Eisenach (del sector de las telecomunicaciones), Michael Catanzaro (del sector petrolero) o Michael Torrey (del sector agroalimentario).

El propio The New York Times señalaba hace unos días cómo en campaña Trump prometió acabar con “el poder corrupto de los intereses especiales” y cómo ahora “está llenando su equipo de transición con algunas personas que son de esa clase de gente que tiene demasiada influencia en Washington: lobistas y consultores corporativos”.

El modelo económico actual no hace ascos a quien se ajuste a sus dictados. Ya en los años setenta prefirió a dictadores sanguinarios como Videla o Pinochet que a gobernantes demócratas dispuestos a aplicar medidas al servicio de los intereses de la mayoría social.

Lo mostraba bien el diario The Wall Street Journal en un editorial de 2013, en el que defendía para el Egipto actual generales como Pinochet, “quien tomó el poder en medio del caos pero se rodeó de reformistas de libre mercado y dirigió una transición hacia la democracia”. La finalidad de dicho editorial era la de apoyar a otro golpista, el general Al Sisi, que acababa de tomar el poder en Egipto y al que no le importó que sus fuerzas de seguridad mataran a más de mil manifestantes en menos de una semana, con la excusa de la necesidad de “estabilidad”.

Como entonces señaló Tony Blair en un artículo titulado “La democracia por sí sola no significa un Gobierno efectivo”, “deberíamos comprometernos con el nuevo poder de facto [de Al Sisi] y ayudar al nuevo Gobierno a llevar los cambios necesarios, especialmente en materia económica”.

No importa cómo sea el gobernante si sabemos que el gobernante va a estar de “nuestro lado” en las medidas económicas. Lo resumió con claridad Franklin Delano Rooselvelt refiriéndose al dictador nicaragüense Tacho Somoza: “Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. O, parafraseando una máxima muy de moda en los noventa, “It's the economy, stupid”.

Trump es xenófobo, machista, demagogo y tiene un discurso de extrema derecha. Pero nada de eso importará si con él se pueden perpetuar y prolongar buena parte de las dinámicas económicas practicadas hasta ahora. De eso y solo de eso están pendientes las esferas del poder económico acostumbradas a mandar sin presentarse a las elecciones. Al fin y al cabo, la xenofobia también está instalada en las políticas migratorias europeas y ni siquiera se la llama por su nombre. La extrema derecha avanza porque el capitalismo está empezando a necesitarla ya no solo en sus territorios satélite –América Latina, Oriente Medio, África–, sino también dentro de las fronteras en las que operan sus mandos.

Trump operará a favor de los privilegiados: su plan de infraestructuras está diseñado para beneficiar a las grandes corporaciones, ya ha anunciado menos regulaciones, el recorte del impuesto de sociedades y del tipo superior del impuesto de la renta y se prevé que, de cara a los funcionarios, erosione las medidas de protección de empleo, congele las contrataciones, ponga fin a los aumentos automáticos de sueldo y límites a los sindicatos y a las pensiones en la esfera de lo público.

La única noticia consoladora es que tendrá enfrente a Bernie Sanders para denunciarlo. Con cada traición a sus votantes, el presidente electo contribuirá a hacer aún más pertinente la existencia de un candidato dispuesto a trabajar en favor de la gente.

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