Es urgente un relato democrático que resignifique el Valle de los Caídos

Sacar a Franco del Valle de los Caídos es una tarea urgente, acelerada por el paso y el peso de la historia, por el retraso que llevamos, por la necesidad apremiante de convertir aquel lugar en otra cosa distinta a lo que es ahora. Sacar a Franco de Cuelgamuros es una tarea urgente por tardía.

Aquel lugar no tiene parangón en Europa ni en el mundo, creo. Allí están los restos mortales de más de 33.000 personas de los dos bandos de la guerra civil española. En principio, Franco lo pensó para sí mismo y para los españoles del bando nacional, los españoles fetén, pero ante la falta de lo que podríamos llamar quórum mortuorio --muchas familias de franquistas se negaron a exhumar a los suyos y trasladarlos a aquel panteón del tamaño de un par de campos de fútbol--, Franco decidió que había que exhumar republicanos, más o menos rojos, víctimas de la propia sangría del dictador, víctimas que estaban en fosas comunes en el frente, o en cunetas cerca de sus pueblos, y trasladarlos al Valle, por supuesto sin la consulta ni el permiso de sus familiares.

Fray Justo Pérez de Urbel, primer abad mitrado del Valle de los Caídos, definió aquel lugar, antes de la llegada de los rojos, como “panteón glorioso de los héroes”.

Aquel edificio era de una inmensidad mastodóntica y no había forma de llenarlo ni con propios ni con extraños, y mira que había muertos.

Hay que recordar que el Valle de los Caídos se empieza a construir en la década de los cuarenta, conocida por la hambruna de la postguerra, que tantas vidas se llevó por delante sin necesidad de tiros ni trincheras, una especie de matanza retardada, lo cual informa de la mentalidad del dictador. Un gasto enorme en un país muerto de hambre.

No fue hasta el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (2004) que se abordó la anomalía de tener entronizado a un dictador. Hitler fluía hecho cenizas por un río alemán, que como es su obligación desembocaría en un mar lleno de frío, y Mussolini estaba en su pueblo, más bien quieto, con lo que le gustaban a él los balcones para expresar su histrionismo. Franco, que no era la alegría de la huerta, acababa de dejar el taburete que le ponían en el balcón de la Plaza de Oriente para remendar su baja estatura, y después de su discurso del uno de octubre de 1975, que parecía del uno de abril de 1939, lo habían muerto un 20 de noviembre, para que coincidiera con el óbito de José Antonio.

En el Valle había miles de víctimas republicanas sin identificar, pero había algunas con nombres y apellidos, con su nicho y su número, como las de los familiares de Fausto Canales o la de los hermanos Lapeña, estos con sentencia judicial firme para su exhumación, gracias al ahínco y la gestión del letrado Eduardo Ranz.

Tanto en la época de Zapatero, como en la más reciente de Pedro Sánchez, se había planteado hacer de Cuelgamuros un espacio de reconciliación, un lugar de memoria colectiva democrática, de reparación y verdad. Encadeno todas estas palabras porque pienso que esto es posible. No es de recibo que cualquiera que visite el lugar se encuentre, como ocurre ahora, con un relato franquista. Tampoco se puede plantear volarlo, como frívolamente, a mi juicio, pretenden algunos. ¿Con las víctimas republicanas vueltas a matar?

Estéticamente, aquel lugar no tiene reinserción democrática posible, pero sí es posible, justa y necesaria, una explicación democrática, un espacio de memoria, que se cuente lo que pasó, una resignificación del lugar, vaya, reforzada por la salida de Franco.

No entiendo muy bien que Pedro Sánchez diga ahora que Cuelgamuros no tiene resignificación posible, cuando es de diciembre de 2017 una proposición de ley promovida por los socialistas que sí ve viable establecer un nuevo relato, democrático, en el Valle de los Caídos.

Las dictaduras militares en Hispanoamérica en los años setenta no son comparables ni con nuestra guerra civil, ni con los cuarenta años de dictadura, tampoco tienen allí un edificio como el Valle de los Caídos con sus enterrados, algunos amontonados. Lo digo porque Sánchez parece querer copiar el modelo chileno de espacio de la memoria.

Dice el presidente del Gobierno que quiere que el Valle de los Caídos sea un “cementerio civil”, tarea imposible no solo por la cruz de casi 150 metros de altura y 46 metros de brazo, también por el grupete de benedictinos que hoy se encuentran allí. Si es cementerio civil no puede haber religiosos.

Da la sensación de que Sánchez ha tenido una ocurrencia, posiblemente influido por el lugar de la memoria de Chile, encomiable, pero no comparable.

También me parece difícil de enhebrar lo que el presidente ha llamado comisión de la verdad. Aquí la comisión de la verdad es la Ley de Memoria Histórica, que promueve una reparación de las víctimas del lado republicano, de los rojos que no tuvieron el reconocimiento que durante cuarenta años, con sus días y sus noches, sí tuvieron los llamados caídos del bando nacional.

Resignificar el Valle de los Caídos desde el punto de vista democrático es también urgente y necesario, es posible, la próxima salida de los restos de Franco lo facilita y lo anima.