Hace justamente ahora veinticinco años, el día 25 de diciembre de 1991, el día de la Natividad cristiana, se extendía, sin responso alguno, el acta de defunción del Estado soviético ateo, la URSS.
No hubo exequias, esquelas ni apenas llanto entonces. Ese día Mijail Gorbachov entregaba a Boris Yeltsin el maletín atómico, como expresión del poder supremo de apretar un botón con consecuencias mundiales. Después, emitiría por televisión un emocionado discurso, cuyo tratamiento en prensa al día siguiente no mereció portadas. Y finalmente se cambiaron las banderas, arriándose la roja con la hoz y el martillo y siendo izada la tricolor rusa.
Ya no era un Estado sino 15 los que surgieron. La implosión fue inmensa, de ver cómo se había evaporado en sólo cuatro meses lo que era el mayor imperio surgido en el siglo XX. Como expresión de orfandad impactante debe recordarse la historia del astronauta Sergei Krikaliov, que se encontraba en una larga misión espacial. Cuando regresó a la Tierra se encontró con que el Estado que le había enviado –la Unión Soviética- ya no existía; la hoz y el martillo grabados en el exterior de su cohete representaba al partido comunista que había sido prohibido y, en tercer lugar, que su regreso al planeta de humanoides se dirigió desde una estación espacial –Baikanur- que pertenecía a un Estado independiente nuevo como Kazajstán. ¡Qué sentimientos y qué extrañeza debía sentir ese piloto!
Esos cuatro meses vertiginosos comienzan con el golpe de Estado que los más conservadores comunistas, incapaces de adaptarse a los tiempos, dieron contra Gorbachov en agosto de 1991 cuando él estaba veraneando en una dacha en Foros, en los acantilados de Crimea de la carretera de Yalta. Veintisiete años antes, en 1964, Nikita Krushev, tímidamente reformista y que intentó desmontar algunas de los disparates de su antecesor, Stalin, (criticaría sus purgas), fue puesto en un avión (llevaba cinco meses fuera) y en presencia del Presidium y luego el Comité Central en Moscú fue cesado. Apenas hubo información sobre ello y su relevo por Leónidas Brevnev,
En cambio, en el caso del golpe contra Gorbachov, este se negó a subir al avión de la “delegación golpista”. No dimitió pero serían sus opositores más reformistas (Boris Yeltsein) los que le salvaron. El, personalmente, se había quedado sólo.
El Comité del estado de excepción estaba integrado, entre otros, por el Vicepresidente de la URSS, el Primer ministro, el ministro de Defensa, el de Interior y el director de la KGB. Resultaba inimaginable que con tales actores e instituciones implicadas resultare frustrado, pero así fue. Asimismo, debe recordarse que todos ellos eran hombres promovidos por Gorbachov a sus cargos personalmente unos meses antes. ¡Ah, de la lealtad en política!
Pero hay una lección de la historia muy singular en el caso soviético: la intentona fracasó pero la consecuencia de ello fue inaudita: un golpe de Estado fallido que, sin embargo, tiene por resultado la desaparición del propio Estado. Y que, además, la víctima de un golpe fracasado no saliese reforzada sino hundida.
En efecto, el proceso acelerado que se inicia con el golpe de Estado dinamiza una espiral de afanes de independencia (que en algún caso ya existían larvados) o, al menos, y de modo más generalizado, pedían mayor descentralización respecto Moscú. Desde los oprimidos países bálticos (entre los nazis y los comunistas) que volaron rápido y recuperaron su soberanía, a países más lejanos. Entre las críticas al Kremlin, estaban las provenientes de países eslavos como Ucrania y Bielorrusia afectados por el estallido del reactor número cuatro de Chernobil, accidente cuyo tratamiento opaco y reacción tardía del poder soviético fue muy criticada.
También las provenientes del caucásico Azerbaiyan por la falta de atención del poder central a la invasión de Armenia en Nagorno-Karabaj. O las de los países eurásicos como Uzbekistan y Kazajstan que vieron cómo una decisión de un lejano Moscú supuso el gran crimen ecológico del Mar Aral, aguas de inmensa riqueza piscícola. Por decisión de los dirigentes del Kremlin, se desecó al decidir unas irrigaciones y canales para cultivar algodón. El Mar Aral ahora es prácticamente una salina. Sobre ello, por cierto, existe un excelente documental de Isabel Coixet.
En ese tiempo, desde agosto, se produce un desenlace muy rápido. Primero Gorbachov había perdido su autoridad y apoyo. Especialmente resultaría dramática su defensa del comunismo en el Parlamento ruso frente al proceso liberalizador de Yeltsin. El Gorbi muy reformista de sus inicios había cedido y ya no le querían ni los ortodoxos soviéticos con los que pactó y le fueron desleales ni tampoco los más liberales como Shevernaze que vieron que la perestroika retrocedía.
Ya, tras viendo expirar el golpe de Estado, dos aviones volaron a Sinferopol, aeropuerto principal de Crimea. Uno, el del presidencial que se le había retirado días antes y el que envió Yeltsin, presidente de Rusia. En ambos viajaban mezclados traidores, leales y dudosos. Así aparecieron todos juntos en la dacha presidencial. Era una escena propia de Marx (Groucho). La confusión y perplejidad era inmensa. Pues bien, Gorbachov intentó volver a Moscú en su avión de presidente. Pero no fue así. Por decisión de Yeltsin, aquel viajaría en el avión que él dirigente antisoviético, salvador de la legitimidad institucional, envió para liberar al líder soviético. Otra paradoja más. A partir de ahí, se evidenciaba que el gran triunfador era el hombre de pelo plateado del cual el Presidente Gorbachov aparecía como “prisionero”.
Cuatro meses dieron mucho de sí. Sobre todo para intentar salvar una Unión que se desmoronaba a pedazos. Recibiría consejos de líderes europeos, entre ellos Felipe González que le expresó que “la desaparición de la Unión Soviética sería un gran desastre para Europa” según relato de modo fidedigno y textual en uno de mis libros.
El referéndum de Ucrania de primero de diciembre (siendo Kiev cuna histórica de la gran Rusia) aceleró todo. Una semana más tarde las tres repúblicas eslavas, dieron por muerta a la URSS y crearon el sucedáneo inútil de la CEI. Días después, todas se sumarían a ello, dando por concluido un periodo intenso y muy importante del siglo XX. Hasta las menos independentistas asumirían el fallecimiento y se incorporarían a ese funeral que con mucha más pena que gloria cerraría Gorbachov según lo descrito al principio. La primavera de la libertad, llena de días brillantes y de lluvias torrenciales, pasaría a ser el otoño de Yeltsin hasta que un 31 de diciembre de 1999 éste convocaría improvisadamente una rueda de prensa para anunciar que se retiraba y que su sucesor sería… Vladimir Putin. Comenzaba el invierno…
Jesus López-Medel, Ex Presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Democracia de la OSCE. Autor de “La larga conquista de la libertad. Quince nuevos estados tras la URSS en busca de su identidad” y “Gorbachov, primavera de la libertad. Ocaso y caída del imperio rojo” (2016)