Recuerdo una interesante discusión con Gonzalo García Pelayo, y no son muchas las discusiones hondas que una vive en las tertulias de verano. Era en la SER. Yo afirmé que los niños son asunto de toda la sociedad, algo así como el recambio de la tribu, no podemos perderlos de vista, su seguridad, su formación, su desarrollo. El hombre me respondió que de ninguna manera, que el estado no puede intervenir en la familia, que cuando lo hace, el resultado siempre es malo. Llegamos al punto de la muerte de los niños en familia, y ninguno de los dos cambió de idea. Yo entendí su punto de vista, porque soy poco partidaria de las madres de acogida, las familias de acogida, las adopciones, el jugueteo con las custodias, cierta forma de consumo con el crío como objeto. Lo entendí pero por supuesto no lo comparto.
Un día conocí a un chaval que vivía en un centro de acogida de una población cercana a Madrid. A sus trece años había pasado por cinco familias, de todas lo habían devuelto, en sus ojos latía una llamita de cadáver que he visto en algunos yonquis de larga duración. Se llamaba Nacho, un Nacho de cinco dormitorios, cinco ficciones de afecto, cinco abandonos de espinas. He visto más, y los recuerdo a todos.
Esta sociedad que tan notable y eficazmente ha armado una estructura mental aplicable y consumible sobre la violencia contra las mujeres no le ha hincado el diente a la violencia contra los menores, que es mayor. Los niños no denuncian, los niños no producen, los niños no deciden, los niños entendidos como propiedad, nada nuevo. Sin embargo, no deja de sorprenderme que, paralela a la preocupación por la violencia de los hombres contra las mujeres, no haya sido capaz de admitir y –al menos— hacer visible la violencia contra los niños, sobre todo la que ocurre dentro de las familias. Pero también, y frente a ella, el uso que de los hijos hacen las instituciones, con qué frivolidad se decide que un progenitor no merece criar a su hijo, con qué facilidad se decide que es mejor un no padre que un padre con actitudes poco tolerables en esta sociedad. O una madre.
Un día conocí a una niña que había sufrido abusos sexuales por parte de su padre. A la sicóloga que la trató en el Hospital de la Vall d’Hebron no le cupo ninguna duda. Yo vi las fotos de los genitales y el ano de aquella cría de tres años, aquellas que un forense consideró “erosiones indeterminadas”, y también las recuerdo. Un juez decidió que quizás la madre se lo estaba inventando todo, que la sicóloga ya era parte implicada, seguramente por la compasión irrenunciable que estas cosas provocan, que bien podía ese padre ver a su hija. Y así fue.
Pienso mucho estos días en los dos casos por razones evidentes. Una es la muerte de la niña llamada Asunta y la detención de sus padres. Pasaré por encima de este, porque nada me asegura qué pasó, en qué circunstancias una cría de doce años y origen chino adoptada por una familia rica gallega acaba atada, drogada y asfixiada hasta la muerte.
El segundo caso es el de la diputada balear que apoyó y publicó la imbecilidad de que a unos padres se les puede quitar la custodia de sus hijos porque no los llevan al colegio al estar en desacuerdo con la educación propuesta. Qué vergüenza, qué puñetera vergüenza usar a los críos para crear miedo, qué formas fascistoides. Y qué frivolidad, qué puñetera frivolidad manejar la posibilidad de separar a los hijos de sus padres solo para conseguir una miserable y aun imposible victoria política.
De vuelta al principio, la sociedad toda, y el estado, deben intervenir, por supuesto, en la vigilancia del correcto trato a sus menores. Pero si un padre rechaza las normas que guían la vida o la educación de sus hijos y aun así no las desobedece, caiga sobre él no la ley, sino la pena de no merecerlos.