Las otras vacunas pendientes

28 de diciembre de 2020 22:20 h

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La llegada de la vacuna contra la COVID-19 es una magnífica noticia. Más aún porque se reparte a todos los países de la Unión Europea por igual, algo que puede parecernos de sentido común pero que sin embargo es notable, si tenemos en cuenta las dinámicas de desigualdad adoptadas en los últimos años en tantos lugares del mundo. Lamentablemente no habrá una vacunación simultánea en todo el planeta y los países más pobres se quedarán a la cola en el acceso a una prevención.

El pasado mes de marzo The Economist escribía en su editorial que la lección más importante de 500 años de historia es que nada ha ayudado a impulsar el poder del Estado en Europa y América más que las crisis. En el contexto de esta crisis actual se abren caminos nuevos que favorecen la dotación de más poder del Estado para que gestione y regule lo que hasta ahora se dejaba en manos de los principios de la desigualdad, perjudicando a los sectores menos privilegiados y favoreciendo a los que más tienen.

La pandemia ha evidenciado la necesidad de invertir en sanidad pública y de apostar por el Estado del bienestar como garante contra desmanes que solo conducen al abismo. En su Exhortación a los médicos de la peste escribió Albert Camus que “la peste procede del exceso. Es en sí misma un exceso e ignora la contención. Ténganlo presente si quieren combatirla con clarividencia”.

Venimos de décadas de exceso y desenfreno. El economista francés Thomas Piketty, experto en desigualdad económica y en distribución de la renta lleva tiempo alertando sobre este mal que ha normalizado el exceso de unos y la pobreza de otros:

“Todas las sociedades necesitan la ideología para justificar su nivel de desigualdad. No existe ninguna sociedad en la Historia donde los ricos digan ‘somos ricos, ustedes son pobres, fin del asunto’. No funcionaría. La historia se derrumbaría inmediatamente”, explicaba en una entrevista sobre su último libro hace pocos meses.

Es, sin duda, una buena forma de resumir la treta que contienen algunos debates públicos, en los que hay quienes tratan de convencernos de que si se nos niega una vida digna o una menor desigualdad es por el bien de todos, incluido el nuestro.

Es esa trampa, la de presentar como debatible lo incuestionable, la de discutir si los derechos humanos son realmente necesarios o no, la que nos atrapa en capas de sedimentos situadas en los estratos más bajos de la razón y del sentido común, fosilizando nuestra inteligencia colectiva.

Es en este contexto en el que representantes públicos como la vicepresidenta de Asuntos Económicos, Nadia Calviño, se muestran públicamente contrarios a una subida del salario mínimo interprofesional, que no solo beneficiaría al millón y medio de trabajadores que lo cobran actualmente -y que por tanto hacen malabares para poder llegar a fin de mes con sus necesidades cubiertas- sino también a las cifras de consumo de todo el país. Esa subida, defendida por la ministra de Trabajo, sería de un 1,89%, o al menos de un 0,9%, la misma aprobada para funcionarios, pensionistas y trabajadores sujetos a convenios colectivos. Pero Calviño considera que no es el momento. Es decir, niega un aumento del salario precisamente a aquél sector más débil, que más lo necesita.

Hay un sitio en Madrid, llamado la Cañada Real, donde más de cuatro mil personas llevan meses sin luz eléctrica, incluidos casi dos mil menores que se ven obligados a estudiar a la luz de las velas y a cobijarse del frío solo con mantas o bombonas de gas. La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, no solo no busca soluciones a una situación impropia de un país europeo, sino que ha optado por criminalizar a las personas afectadas, a pesar de que buena parte de esa comunidad es ajena a la delincuencia que la presidenta les atribuye.

El Defensor del Pueblo considera que hay “aporofobia” en las declaraciones de Ayuso, Naciones Unidas pide que se restablezca la luz de inmediato y diversas organizaciones de atención a la infancia y de derechos humanos exigen una solución inmediata. Pero Ayuso y la empresa Naturgy, responsable del suministro, siguen sin actuar.

Ayuso atribuye los cortes de luz a la sobrecarga por cultivos ilegales de marihuana. Si eso es así, estaríamos ante una situación de la que debería encargarse la policía, y en ningún caso ante nada que justifique que cuatro mil personas lleven meses sin luz, al igual que nada justificaría que el barrio de Salamanca se quedara meses sin suministro eléctrico por un presunto abuso de unos pocos vecinos. Con su excusa la presidenta madrileña está defendiendo que paguen todos por la acción de unos pocos, algo que constituye un castigo colectivo y por tanto una violación de varios derechos humanos.

En plenas festividades navideñas algunos pronuncian el nombre de Dios en vano, para legitimar la vulneración sistemática de los derechos humanos y la permanencia de dinámicas que condenan a la pobreza y a la estigmatización a muchas personas. Son los mismos que defendieron las políticas del saqueo de lo público y las privatizaciones desmedidas, que supusieron la reducción de servicios esenciales, como una sanidad pública de calidad y universal.

Detener esos excesos requiere de vacunas. Necesitamos vacunas contra la insolidaridad, contra la desigualdad, contra el racismo que crece, contra los fascismos, y eso implica que instituciones y medios de comunicación tomen partido y hagan pedagogía contra el odio y la ignorancia.

La ideología que se disfraza con barrocas florituras y cínicos eufemismos para ocultar que defiende un statu quo de enorme desigualdad se resume en esa frase de Piketty: “Somos ricos, ustedes pobres, fin del asunto”. Esa máxima, desnuda y descarada, cuenta con grandes defensores. Es urgente una vacuna para frenarla, para no terminar cayendo en el delirio de defender el sufrimiento de niños sin luz en nombre del interés común.