En ocasiones España es ese chiste de Miguel Gila contando la broma que le gastaron a Indalecio en las fiestas del pueblo. A Indalecio le hicieron creer que los cables de alta tensión eran para colgar la ropa y cuando cayó fulminado al suelo, su padre pronunció esa frase eterna: “Me habéis matado al hijo, pero lo que me he reído”. Lo acabamos de vivir con el espectáculo bufo que ha terminado de enterrar el procés y que ha acaecido en agosto, el peor mes del calendario para resistirse a las bromas crueles y reivindicar la normalidad. Pero la normalidad ha acabado imponiéndose en Cataluña y también es un poderoso argumento contra la derecha en todo el mundo. Los demócratas estadounidenses han hecho de “raro” un nuevo término para definir a la derecha obsesionada con los genitales de los atletas olímpicos, las personas sin hijos, el cuerpo de las mujeres o los gatos como mascota, obsesiones ligadas a una masculinidad en conflicto que solo busca mantener o recuperar el control perdido.
En todo el mundo, la normalidad es hoy la ausencia de obsesión por el control de todo lo que escapa o contradice una concepción del mundo. Es el rechazo a los acosadores de patio de colegio que queman la tienda de tu vecino inmigrante. Es la forma de enfrentarse al monstruo escondido en el armario ultra. La manera de contener y combatir las mentiras que nos inundan. Es proclamar que no estás desconectado de la realidad y optas por seguir siendo amable, hospitalario y empático. La derecha radical lleva tiempo agitando odios en nombre del hombre común, el hombre olvidado y discriminado. La normalidad es, hoy, arrebatar a los ultras la representación de las personas normales.
Chesterton decía de Dickens que su valor era creer en la victoria intrínseca de la virtud. Chesterton estaba de acuerdo en el hecho de que los optimistas cambian el mundo con mucha más eficacia que los pesimistas. “Las personas que dan un paso adelante y realmente causan conmoción y cambio lo hacen con alegría y calma”. Lo que queda de agosto nos inclina a un descanso sin excentricidades, un verano que nos permita llegar a septiembre más guapos y bronceados, más vagos y felices, menos dispuestos al odio, más proclives a cambiar el mundo con alegría y calma. En definitiva, más normales.