Esta semana, pacíficos vecinos de un barrio de Londres recibieron el impacto de un gran bloque de hielo en su jardín. Se trataba del cadáver de un hombre que cayó al abrirse el tren de aterrizaje de un vuelo de Nairobi a Heathrow de la compañía Kenya Airways. Poco más se sabe de él. Investigarán en Kenia donde subió. Nueve horas de trayecto. Una bolsa, comida y agua para resistir, pero nada que le pudiera guarecer de las bajas temperaturas y la presión a esa altitud. El precio de un billete para viajar dentro del aparato supuso la diferencia entre la vida y la muerte.
Los periódicos londinenses, desde el Times a The Sun, andan muy preocupados por el susto que se dieron los vecinos. Uno de ellos “tomaba el sol” y el migrante clandestino le cayó a un metro. Hizo un buen destrozo en el suelo. Rompió un par de baldosas. Mucho más que el impacto sobre las conciencias. La prensa de nuestros días ha comentado la anécdota en términos como “el pájaro polizón” o “el hombre llegado del cielo”. A mí me causa especial desazón, como todos los grandes empeños que desembocan en rotundo fracaso. Tanto esfuerzo, para ese final.
No es la primera vez, nos cuentan. Hay gente rara que tienta a la suerte para viajar en un tren de aterrizaje, en los bajos de un camión o en patera por el mar. Les compensa el riesgo en la lucha por sueños que suelen ser los de la una vida mejor. Ya lo dice el magnate Donald Trump, llegado a Presidente de Estados Unidos de América: los migrantes a los que encarcela y enjaula están mejor ahí que en sus propios países. Que no vengan, dice también. Respondía así a las críticas que han suscitado las imágenes de los campos de concentración económicos y los dibujos desolados de los niños recluidos.
Algunos, por cierto, se le mueren ahogados en el Río Grande. Y el dibujante que lo denuncia en una viñeta es expulsado de su medio en Canadá.
Solo la simpleza de mente puede deducir que no hay causas profundas para las migraciones o búsquedas de refugio. Los trabajadores pobres del mundo, trabajadores, precisan tres siglos para ganar lo que los ricos ingresan en solo un año, en doce meses, dice la OIT. Porque ha seguido aumentando la desigualdad, un efecto buscado, una opción y no un resultado económico inesperado, como dijo el Nobel Joseph Stiglitz. Son las reglas del liberalismo salvaje que nos rige. El que termina cerrando los ojos a los miles de migrantes muertos. Y pretende detener y encausar a quienes, como Carola Rackete, capitana del Sea Watch 3, intentan salvarles la vida. Así lo ha hecho el fascista vicepresidente de Italia Matteo Salvini. Otros, como el gobierno español, amenazan con multas esta tarea humanitaria.
Si la vida tiene un precio debería ser al menos el mismo para todos. Y el lema rige para la vida cotidiana lejos de las grandes tragedias migratorias. En la América grande de Trump un bote de insulina para tratar la diabetes cuesta 340 dólares, el mismo en Canadá, 30. Otro medicamento contra el VIH se paga a 1.700 dólares en Estados Unidos y a 8 dólares en Australia. Lo contaba la corresponsal Almudena Ariza en RTVE. Aquí, el precio entre la vida y la muerte, la salud o la enfermedad está en otros billetes, los que llevan a países donde no se especula con los fármacos.
No, no estamos tan lejos. Uno de los grandes males de nuestro tiempo es que gran parte de la gente no relaciona las consecuencias con los hechos, las políticas con sus votos. Un fondo de inversión domiciliado en Luxemburgo ha comprado el 16% de la concesionaria del hospital de Vigo. Es ya una práctica habitual. De modo que, por ejemplo, el 60,35% del gasto sanitario en la Comunidad de Madrid fue a parar –ya en 2017– a manos de empresas privadas muy relacionadas con lobbies sanitarios. Los lobbies no se mueven por altruismo, se mueven por negocio. La salud así termina teniendo un precio, aunque a algunos les parezca tan sutil que ni lo ven.
Aún no ha echado a andar la legislatura, aún crujen las tensiones buscando pactos, y Ciudadanos ya ha lanzado una de sus grandes prioridades: lo que llama gestación subrogada. Albert Rivera dice que estamos coartando la libertad de la mujer. Entre las libertades de la mujer, ya ven, está la de alquilar su vientre. El proyecto de ley se las trae. Como desgrana Ana Requena, las “mujeres gestantes” no podrán haber sufrido episodios de depresión, tener antecedentes penales o de abuso de drogas o alcohol. Nada de eso tendrían que cumplir los “padres subrogantes”. Además, el altruismo es un mero eufemismo, naturalmente. Ciudadanos prevé una “compensación resarcitoria” para la mujer que gesta que cubrirá gastos y conceptos genéricos como “proporcionar las condiciones idóneas durante la gestación y el posparto”.
En Ucrania, las fábricas de bebés tienen regulaciones similares para las mujeres gestantes, más o menos según el precio pagado. Solo que a veces se incumplen y los “productos humanos” salen defectuosos.
Se arguye para esta prioritaria petición de los naranjas que “todos los ciudadanos deben tener derecho a formar una familia”. Derecho no, ni deber, pero la voluntad, sí, desde luego. Hay miles de niños perdidos, a 1.600 se los tragó el mar en cuatro años sin que nadie les pusiera siquiera una lápida o un “que el agua te sea leve”. A esos no los quieren los alquiladores de vientres, los hijos han de tener sus preciados genes. La vida, en el universo liberal e insolidario, tiene un precio desde antes de la cuna.
Nunca he olvidado la carta de otros dos polizones que murieron también congelados en un tren de aterrizaje de un avión con destino Bruselas, capital de la Europa comunitaria. Fue en agosto de 1999 y en pocos días la noticia de su tragedia fue apisonada por el tanque de cualquier otra nueva actualidad.
Se llamaban Yaguine y Fodé. 14 y 15 años. Estudiantes en Guinea-Conakry. Decidieron ingenuamente cambiar el mundo y se lanzaron a la tarea. Por si algo salía mal, portaban una carta, escrita en correcto francés, con sus peticiones. Comenzaba así:
Y decían más. Dios todopoderoso, “su” –nuestro– creador, nos ha dado a los europeos “todas las buenas experiencias, riquezas y poderes para construir y organizar bien su continente para ser el más bello y admirable entre todos”. Querían ser como nosotros, querían que les ayudásemos a ser como nosotros. Y pedían excusas por su atrevimiento.
Hoy ambos andarían por la treintena, plenitud de la vida. Pero había que pagar el precio… de un billete de avión. Al menos, y durante unos días, la opinión pública se conmovió. No se trata de compungirse: paraliza. El mejor desahogo a la injusticia es reaccionar para buscar la salida.
Hoy he querido escribir de estos inalcanzables precios, de estos injustos precios a los que condena el liberalismo vigente, sin cortapisas, y cada vez más virulento y cruel, más egoísta y desinformado. Porque andamos sin Gobierno en España y a la espera de pactos que se ponen cuesta arriba. Ha dicho Pedro Sánchez, el candidato a presidente por el PSOE que aceptaría por fin incluir personas propuestas por Unidas Podemos con la condición de que sean independientes de ese partido. Es un torpedo, otro más, a la política. A la política social progresista en particular.
¿De verdad puede alguien desde puestos de responsabilidad independizarse de la política y de la solución a los problemas candentes? Ni en tres siglos los pobres cobrarán por su trabajo lo que los más ricos ya reciben hoy en 12 meses, pero igual con una decidida voluntad de cambio nos llegaba para pagar un billete seguro a la valentía de luchar. E igual, con la política genuina al servicio de la sociedad, alcanzábamos a montar en una diligencia hacia el retiro a aquellos que anhelan los salvajes eriales de la involución.