El 14 de Marzo de 1990, el parlamento gallego a propuesta de Camilo Nogueira, portavoz entonces del PSG-Esquerda Galega, debatió la autodeterminación de Galicia y el “autogobierno nacional en una perspectiva europea”. La resolución sólo contó con los votos de los dos diputados de ese partido. Pero se debatió y se votó.
En años posteriores, numerosos municipios gallegos, bastantes gobernados por el PP, debatieron el derecho a la autodeterminación de Galicia. En unos casos, el voto mayoritario fue a favor y en muchos otros en contra. No tenía valor jurídico, pero se debatió y se votó. Porque tanto el parlamento como esos ayuntamientos ejercían un derecho democrático a debatir y dialogar.
Hoy, el presidente del parlamento gallego de entonces, que era del PP, y numerosos alcaldes estarían procesados por la Audiencia Nacional y por el Supremo. Y el Tribunal Constitucional se habría pronunciado declarando inconstitucionales esos ejercicios de democracia. En realidad, lo que desde entonces debiera ser considerado políticamente establecido y parte del juego político asentado ha sido ahora revisado y prohibido por el Constitucional.
Esta es la España de hoy. El Constitucional, el Supremo y la Audiencia Nacional, antes TOP, son la garantía de que no tengamos derecho a debatir, votar y manifestarnos. El poder judicial es el dueño último de nuestras vidas.
¿Hay magistrados, jueces y fiscales demócratas? Sin duda, y lo mal que lo deben de estar pasando, pero si quieren saber quiénes son dueños últimos de nuestros destinos tienen que conocer la ideología de personajes como Lesmes o Marchena. Porque el poder judicial no es un concepto, es el poder que ostentan las personas que tienen un cargo de poder dentro de ese estamento del Estado y esas personas tienen ideología y esa ideología es la del poder judicial. Creo que negar eso o no considerarlo con preocupación sólo puede responder a un interés en preservar en el oscurantismo un poder esencial y que en la actualidad es determinante en el sistema político de este Reino de España.
El período político iniciado en la Transición acabó hace años cuando el Tribunal Constitucional anuló lo votado por el parlamento catalán, que había sido aprobado en referéndum por el electorado catalán, e impuso un redactado cocinado entre ese grupo de personas. Desde ese momento a los catalanes les fue negado su autogobierno, un estatuto votado por ellos y les fue impuesto otro texto. Y desde ese momento el sistema político español, que ya no tenía una jefatura del estado por elección democrática sino impuesta por Franco, pasó a no tener un verdadero poder legislativo ni ejecutivo. Es el poder judicial quien corrige y decide las leyes, un poder que tampoco es elegido democráticamente.
Puede que exista una solución jurídica para hacer reversible aquella decisión del Constitucional, aunque yo no la vea ni crea que el Estado profundo y el poder financiero que ha tomado el control total del Estado a través de la Justicia lo desee, pero anular esa enorme violencia judicial supondría una crisis institucional y política total. Es decir, el final formal de este sistema nacido de los pactos del 78.
Pero, ¿quién mejor que el Presidente del Consejo General del Poder Judicial para poner negro sobre blanco la preeminencia sobre los poderes que nacen de la elección ciudadana que se arrogó la Justicia y el lugar que ocupa ahora en lo que fue, siempre malamente, un sistema de poderes?
Así se refirió Carlos Lesmes a lo que está aconteciendo en Cataluña, “ciudadanos cegados por la irracionalidad están atacando de forma frontal la base de nuestra democracia para quebrar mediante la fuerza y la violencia el modelo de convivencia sobre el que se asientan los principios básicos de nuestra sociedad (...)”. Un juicio completo realizó en el mismo acto el general Presidente del Tribunal Militar Central refiriéndose a “burdos, contumaces y reiterados ataques que viene recibiendo el estado de derecho”. Y todo ello en presencia del Jefe del Estado y de las Fuerzas Armadas.
Esas valoraciones políticas y la descalificación de una parte de la ciudadanía en un conflicto político tan profundo deja desamparada moral y políticamente a esa parte de la población y abre campo a la discrecionalidad en la persecución. No es raro que hoy gran parte de la sociedad catalana no crea en las instituciones de este Estado.
El legislativo fue vaciado de su función y el Gobierno, lo que debiera ser el ejecutivo, no parece controlar el proceso político. Son esos poderes del Estado que denuncian y amenazan a esa mitad de la población adulta catalana quienes ocupan todo el espacio. El actual sistema político español, dada su evolución en los últimos años, no cumple, según mi opinión, con las garantías democráticas que suscribió en su día en el Tratado de Lisboa, ¿merece estar dentro de la Unión Europea? Creo que no.