La oportunidad que tiene la izquierda por delante no es la de la defensa estrecha de un presidente o de un partido, aunque el tablero esté descolocado y todo se haya desatado a raíz de la carta de Pedro Sánchez, capaz de mantener en vilo durante cinco días a un país. Sea cual sea su desenlace, pase lo que pase el lunes, algo ha cambiado en el estado de ánimo, algo que deja claro que el momento es ahora: no para la crítica estrecha a los discursos de odio, no para el ánimo de orgullo identitario, sino para el desborde democrático de la convocatoria de manifestación del domingo a las siete de la tarde, de Atocha al Congreso, “por amor a la democracia”; para volver a la ofensiva, para volver a la calle y para emprender, por fin, una agenda democratizadora de las instituciones y de la justicia, de reparación de las carencias y déficits estructurales del Estado, del reparto de poder de siempre.
¿Por qué no va sólo de Sánchez, aunque de Sánchez hablemos sin interrupción? La respuesta es simple: porque en la lista han estado Maestre, Zapata, Carmena, Rosell, Iglesias, Montero, Oltra, Colau. Lo que se juega es plantarle cara, por fin, a todos los intentos de la derecha en los últimos años por impedir el correcto funcionamiento de la alternancia democrática, por cambiar a través de la mentira y los usos torticeros de la justicia los resultados de las urnas con los cuales no se conformaban. No puede ser el lawfare el que escriba la historia: ¿qué habría pasado con el Botànic de no ser por la cacería contra Mònica Oltra, teniendo en cuenta la estrecha diferencia entre bloques en las últimas elecciones valencianas? ¿Habría quedado Colau por delante de Collboni y mantenido la alcaldía de Barcelona si no fuera por las mil y una querellas que siempre han acabado archivadas?
No hay que decir esto como reproche, claro, sino más bien como incentivo para la acumulación de fuerzas: no es el combate de un nombre propio, sino el de la democracia contra la manipulación, el del pueblo de la coalición contra la oligarquía. Como escribe José Luis Villacañas en libros como Historia del poder político en España, se da una repetición insistente de la desconfianza del poder político hacia el pueblo que debe dirigir, y estas no son sino sus consecuencias: las de un sistema cuyos marcos, términos, estructuras y manos dirigentes en la retaguardia no sólo permiten, sino que fomentan el cercenamiento de liderazgos, incluso cuando estos solo se atreven, como enunció Íñigo Errejón en la tribuna del Congreso, a ser meros inquilinos del Estado, dejando a los otros el imperio exclusivo de los propietarios.
A la vez que algunos se mostraban desde la izquierda alternativa más sanchistas que Ferraz, no han faltado, en estos últimos dos días, quienes han señalado el peligro de caer otra vez en el servilismo o la sumisión de la izquierda alternativa al liderazgo del PSOE (con el eco de un tweet fatídico: “el lunes vamos a ser PSOEados como nunca antes en la historia”). La línea es muy fina, pero la reacción que llama a una respuesta de movilización popular no debe confundirse con la resignación a asumir un papel secundario: todo lo contrario. Es la única manera de convertir lo que podría ser una causa individual en un hecho colectivo, la movilización de agravios, afectos y pasiones; es la apuesta por usar la fuerza del río que arrastra en lugar de dejarse llevar por ella. De nada importarán estos días si no sirven como plataforma para impulsar, como decía Jaime Miquel en RNE, “una reforma profunda del sistema”. Ante el riesgo de que la consecuencia sea sólo un repliegue alrededor de una única formación en modo cesarista, lo que hay que imaginar y construir es el desborde: que la izquierda deje de recibir golpes sin reaccionar más allá del gesto mediático y que los gestos mediáticos sean sólo un gesto preparativo.