“Somos la voz de aquellos que tuvieron padres en el bando nacional y se resisten a tener que hacer una condena de lo que hicieron sus familias. De aquellos que no quieren que se cambie el nombre de su calle por el fanatismo político de quienes quieren una España de memoria hemipléjica”. Abascal se alza como la voz de los golpistas del 36 porque, en su particular historia de España, la guerra civil la provocó el Partido Socialista. En su discurso de investidura, no se sabe si por la misma razón o por puro cinismo, Moreno Bonilla citó a Lorca y Blas Infante como ejemplos “de la tierra”, mientras se comprometía a derogar la Ley de Memoria Histórica y Democrática de Andalucía (2017). O sea, que mientras se comprometía a defender a sangre y fuego el himno, la bandera y el escudo que diseñó Blas Infante, se negaba a sacarle de la cuneta a la que le arrojó el franquismo. Moreno apeló también a exiliados del franquismo como grandes referentes: Antonio Machado, Pablo Picasso, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez o María Zambrano… quién sabe si para agradecerles los servicios prestados.
En la España del Partido Popular, como en la de Vox, la dictadura funciona todavía como un imaginario positivo que fomenta la autoestima, la grandeza nacional y el nuevorriquismo, ocultando sistemáticamente los datos históricos y negando con obcecación a sus víctimas. Pero es importante saber que si ese imaginario funciona no es solo porque las derechas manipulen más o manipulen mejor, sino porque hay elementos estructuralmente españoles que lo toleran y lo sostienen.
El éxito del negacionismo se debe, en primer lugar, a la continuidad institucional que ha existido siempre entre el período dictatorial y el democrático. Precisamente por ignorar la memoria histórica, en España no hubo nunca una renovación integral del poder judicial ni del aparato represor del Estado, de modo que la derecha ha podido parasitar una buena parte de las instituciones democráticas para impedir que funcionaran en una verdadera lógica democrática. Por eso, no es extraño que en nuestro país haya jueces, fiscales y policías liderando auténticas persecuciones ideológicas ligadas a la defensa de la unidad de España y del relato preconstitucional. Para un botón, Catalunya.
En segundo lugar, la Iglesia católica española, en su versión más reaccionaria, que es también la más poderosa, se ha ocupado de salvaguardar los anclajes morales y sociales del régimen dictatorial, favoreciendo en todo momento el triunfo electoral de las derechas, de cuyo proyecto político ha formado, literalmente, parte: xenofobia / islamofobia, aporofobia, homofobia y, sobre todo, misoginia. El antimemorialismo tiene mucho que ver con el hooliganismo machirulo que la Iglesia ha venido alimentando; esas masculinidades fuertes que se ejercen, con mano dura, tanto en las instituciones como en la familia.
En España, las derechas y la Iglesia católica se han aliado para defender los colegios segregados y elitistas del Opus Dei, los modelos educativos contrarios a la diversidad sexual o la “ideología de género”, la migración “ordenada” y “compatible con nuestra cultura occidental”, la cruzada contra el islam, la familia convencional como nodo inmutable de nuestro sistema social (“con hijos que sean felices”, como si en las demás no pudieran serlo), el fin del matrimonio homosexual o de la ley del aborto. De hecho, la criminalidad se ha asociado a la destrucción de la familia que provocan las feministas, mujeres promiscuas y abortistas.
Un epítome de esta alianza lo representa hoy, por ejemplo, el prior del Valle de los Caídos, Santiago Cantera, que ha devenido en el firme guardián del cuerpo de Franco; un benedictino que, antes de serlo, fue candidato a las elecciones generales del 93 y a los comicios europeos del 94 por el partido Falange Española Independiente. Aunque, por supuesto, este no es el único ejemplo. La catedral de la Almudena puede acabar albergando los restos de Franco y, en Sevilla, el general golpista Queipo de Llano, máximo responsable de las matanzas franquistas que asolaron Andalucía, sigue enterrado con todos los honores en una Iglesia cercana, por azar, a una fosa común donde yacen represaliados.
Este maridaje de antimemorialismo, Iglesia y aparato represor me recuerda también el caso de Clemente Bernard y Carolina Martínez, directores del documental sobre el Monumento a los Caídos de Pamplona y acusados de revelación de secretos por la Hermandad de los Caballeros Voluntarios de la Cruz. En 1997, el Arzobispado de Pamplona cedió al Ayuntamiento el Monumento, pero se quedó con el usufructo de la cripta donde estaban enterrados los restos de los militares golpistas Emilio Mola y José Sanjurjo, hasta que fueron exhumados. El 19 de cada mes, la Hermandad celebra una misa en esa cripta, en recuerdo del 19 de julio de 1936, el día en que se perpetró en Navarra el golpe militar, y estos documentalistas se enfrentan ahora a una pena de prisión por intentar contarlo.
La Hermandad de los Caballeros Voluntarios de la Cruz es una organización fundada en 1939 por excombatientes requetés para “mantener íntegramente y con agresividad, si fuera preciso, el espíritu que llevó a Navarra a la Cruzada por Dios y por España”; una célula de monjes-guerreros que, al estilo de las células yihadistas, conectan militarismo y religión luchando por santos ideales.
Por lo que se deduce del juicio de Clemente y Carolina, si la apología del genocidio y la humillación a sus víctimas se hace en la intimidad, no es constitutiva de delito, ni se considera siquiera ilegal, como parecería deducirse de la ley de memoria histórica. Según la fiscalía en las iglesias prevalece el derecho a la intimidad sobre la libertad de expresión y, también, se entiende, sobre el derecho a la información o la dignidad de las víctimas del franquismo. Grabar estas misas, o pretender hacerlo, es como grabar “en el salón de una casa”, no se sabe si porque una cripta situada en un edificio público se considera lugar privado o porque cuando un delito se comete en “casa” deja de ser un delito. Algo parecido se afirmaba de la violencia de género cuando se la identificaba (y las derechas la identifican todavía) con la violencia doméstica o cuando se entendía que no podía existir, por definición, violación en el matrimonio.
En fin, nos equivocaríamos mucho si pensáramos que el antimemorialismo es solo una disputa acerca del relato histórico. Negar un genocidio siempre forma parte de un proyecto político autoritario, excluyente y homogeneizante, que persigue cualquier disidencia. Cuando se niega la memoria histórica se apuntala la intolerancia frente al pluralismo político, la centralización de las competencias administrativas, el nacionalismo económico, la expulsión de los migrantes, el odio a las minorías, la persecución de la diversidad sexual, y el ataque frontal a las mujeres dignificadas, únicamente, como apósitos de sus maridos y de sus hijos, o como esclavas sexuales y laborales. Pero lo más importante es comprender que, en España, ese proyecto político se defiende a diario desde los púlpitos y los colegios subvencionados de la Iglesia católica, y que se beneficia, también, continuamente, de la colaboración de un aparato represor (jueces, policías y fiscales) que, en buena medida, hemos heredado del franquismo.