Eduardo Zaplana es un enfermo de leucemia, y además un preso preventivo en la cárcel de Picassent acusado de graves delitos de corrupción. Son dos identidades que de alguna manera compiten para dominar nuestra atención y hacer que nos fijemos en una y nos olvidemos de la otra o le restemos importancia.
Eso es imposible. Cada uno puede tener de Zaplana la opinión que desee, pero hay una cosa que debe quedar clara. No se hace justicia violentando la dignidad de las personas sospechosas de cometer delitos y los derechos que les concede la Constitución.
La justicia debería conceder a Zaplana –encarcelado desde mayo– la posibilidad de obtener la libertad bajo fianza o de salir de prisión en atención a su estado de salud. El artículo 508 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal contempla esa opción: “El juez o tribunal podrá acordar que la medida de prisión provisional del investigado o encausado se verifique en su domicilio, con las medidas de vigilancia que resulten necesarias, cuando por razón de enfermedad el internamiento entrañe grave peligro para su salud”.
Mantenerlo en prisión con las visitas periódicas a un hospital para su tratamiento, como la que se ha producido estos días, es el tipo de castigo que no figura en el Código Penal y no admite justificación. Es algo que ha caracterizado en ocasiones a la justicia española, tanto en el caso de presos preventivos como en el de los que han sido ya condenados.
En el primer ejemplo, los presos comienzan a cumplir su pena antes de ser condenados por el alargamiento excesivo de la instrucción del caso durante años. En el segundo, los internos que sufren “una enfermedad muy grave con padecimientos incurables” tienen inmensas dificultades para que los jueces tengan en cuenta su situación personal.
Frente al espíritu humanitario y garantista que respiran muchos artículos clave de la Constitución, algunos jueces y fiscales se comportan con frialdad –eso quizá forme parte del trabajo– y una total falta de consideración por las circunstancias personales de cada preso. Que algo sea legal –la ley concede un amplio margen para que los jueces la interpreten– no significa necesariamente que sea moral o que no sea posible otra interpretación.
Zaplana lleva siete meses en prisión preventiva. No ha sido aún juzgado, por lo que el sistema de justicia no puede considerarlo culpable mientras no se demuestre lo contrario. No creo que el riesgo de fuga deba ser tenido en cuenta en su estado de salud. En cuanto a la posible destrucción de pruebas, ¿eso justifica que un preso preventivo continúe en la cárcel hasta la celebración del juicio dentro de uno, dos o tres años convirtiendo en la norma lo que sólo se justificaría de forma excepcional?
La posición del Partido Popular
El Partido Popular ha reclamado que Zaplana pueda abandonar la prisión: “La vida de Eduardo Zaplana está en serio riesgo. Se debería tener en cuenta esta circunstancia para que siga tratándose su enfermedad desde un hospital y no desde un centro penitenciario. Un poco de humanidad”.
Pablo Iglesias ha apoyado la petición del PP: “Cualquier preso, haya hecho lo que haya hecho, merece que se respete su dignidad si sufre una enfermedad como la de Zaplana. La humanidad engrandece a la democracia también cuando se enfrenta al crimen”. También lo ha hecho Alberto Garzón: “La humanidad y el respeto a los derechos humanos nos hace mejores como sociedad y democracia”.
Es inevitable recordar otras ocasiones en que el PP puso intereses políticos por encima de consideraciones sobre la dignidad de un preso enfermo de cáncer. El senador de Bildu Jon Iñarritu recuerda que ahora se está aplicando “la cruel medida” que aprobó un Gobierno del PP, la instrucción 3/2017 de Instituciones Penitenciarias, “para limitar la excarcelación de los presos gravemente enfermos”.
Esa medida, aún en vigor, establece que los presos sólo podrán ser excarcelados si su fallecimiento se prevé “con razonable certeza a muy corto plazo”. Plantea un umbral tan alto de certidumbre que habría que medir en unos pocos meses como mucho –imposible de determinar con total seguridad por los médicos que no pueden calcular la fecha exacta de una muerte inminente– que en la práctica convierte en muy difícil que un preso en esas circunstancias pueda dejar la prisión.
Se tomó esa decisión años después de la polémica por el preso etarra Josu Uribetxeberria Bolinaga, al que se concedió la libertad por ser enfermo terminal de cáncer y que falleció dos años y medio después de su excarcelación. El PP denunció la decisión en los términos más rotundos y la asoció a un supuesto pacto político.
La humanidad en el trato a los presos no depende de la gravedad de sus delitos, sino del respeto a la Constitución y de la fuerza moral de quienes deben tomar decisiones sobre su situación. La venganza contra presuntos asesinos o ladrones no es una alternativa moral ni una premisa de la que debe partir el sistema de justicia.
Es cierto que con delitos muy graves esa dignidad exigida puede tener un impacto político y social determinado, es decir, puede resultar controvertida o difícil de aceptar para muchas personas. Pero que sea más difícil políticamente, que haya ciudadanos que no terminen de entenderlo, no significa que sea opcional.
Los derechos recogidos por la Constitución no están a expensas de las conveniencias políticas de un partido o un Gobierno, ni de las prioridades de un juez instructor.
A ojos de mucha gente, ser implacable ante el terrorismo y la delincuencia, como le gusta aparentar al PP, obligaría a mantener a Zaplana en prisión, y si muere allí, llegar a la conclusión de que ese es su problema, pero no de la sociedad ni de la Administración.
No es así de ningún modo y resulta inmoral plantear el problema en estos términos. Por eso, Zaplana debería ser excarcelado mientras la justicia termina la instrucción del caso. Morir en prisión no es un castigo que se pueda tolerar en una sociedad democrática.