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Alberto Núñez “Feijooebbels”

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Resulta absolutamente estremecedor —o narcotizante, según se observe —contemplar como la historia de la humanidad, quizás no sea más que un cúmulo de infinitas repeticiones, una “caja de resonancia defectuosa” hecha pedazos.

Los hechos parecen reiterarse en un eterno (y burlón) bucle; un Aleph sin principio ni final. Las palabras se encadenan —y nos encadenan —; los odios se suceden. Mientras, la indiferencia avanza reptando sibilinamente y la diferencia entre iguales (sí es que hubo alguna), se acrecienta y enquista; el odio al “otro”, ese sí, permanece, imperturbable, incólume, sin visos del menor cambio.

Esta aparente “rueda de hámster”, que simula ser El Tiempo, nos aturde incesantemente devolviéndonos ecos de nuestros caleidoscópicos pasados, reflejos borrosos y deformes de nuestros sosias y perversos doppelgänger; reverberaciones que no hacen más que repetir en el sentido de una copiosa comida o un atronador eructo —entiéndase, verbal—, terribles y aterradoras resonancias que deberíamos haber ya silenciado hace muchas eras, condenándolas —sin dubitación —al más oscuro de los ostracismos.

Sin embargo, la maldad es tozuda cuál asno —digo “Ansar”, cómo gustaba llamarle su compañero de fechorías George. W. Bush —y no deja de reaparecer de tanto en tanto, espoleada por sus acólitos más acérrimos e incondicionales, insuflada de nuevos rencores, nuevas iras y viejos y conocidos resentimientos. ¡Y pobre animal el asno! (Qué no Aznar) ¡Inocente criatura! Que nada malo tiene y todo lo da.

Estos adalides de la falacia, del exabrupto teatral y de la manipulación populista más abyecta, llámense políticos —sin escrúpulos —por aquello de no señalar, no son más que un espejo roto que se refleja a sí mismo; un cúmulo de abominables sonidos de animadversión y cacofonías de un desprecio eterno. Horripilantes en todas sus formas, sí, pero también, primitivas y poco innovadoras, añadiría yo.

Esta “sinfonía del rencor” —nada edificante y reiterativa hasta la náusea —parece estar atrapada en un antiguo cilindro babilónico, condenada a vibrar para escapar de su aislamiento; pero esas notas del descontento universal, lejos de extinguirse y apagarse, continúan resonando mediante la inestimable ayuda de una Ayusa —digo aguja —(¡maldita dislexia!), que le permita amplificar su visceral odio a la razón, la cordura y al más mínimo atisbo de empatía —debilidad máxima, esta última —en cualquier figura pública que se precie (o se menosprecie —elijan ustedes que ya votan—), silenciando, de paso y a su paso —cual Atila(s) —todo lo bueno y bello que ellos no representan. Quizás, esta nada sutil melodía del descontento, viaje ya a bordo de la sonda espacial Voyager acompañando los sonidos que retratan la diversidad de la vida en la Tierra, y esté ahora surcando los lejanos confines del cosmos en busca de nuevos —y alienados —adeptos.

En resumen: el uso recurrente de la discordia y el amedrentamiento mediante soflamas de odio; la propagación sine die de bulos estratosféricos e incendiarios; la multiplicación de falaces y tendenciosos relatos —¡sesgados a todas luces! —y la siembra por doquier de tempestades e interesados juicios y alegatos… son un soporífero Déjà vu que se reitera ad infinitum y que no genera más que explosivos fuegos de artificio, —algún que otro ardor intestinal a quién esto suscribe — y la proyección de una inmensa cortina de humo que tiene el evidente propósito de desviar la atención, y facilitar la ocultación de hechos (muy probablemente) reprobables, delictivos y/o luctuosos.

Ahora bien, tras esta breve semblanza del “eterno retorno” y el carácter cíclico de alguno de nuestros popes patrios, hago esta reflexión al hilo de un magnífico artículo de Rosa María Artal titulado: “PP: la osadía de culpar a otros de corrupción”, donde se menciona el principio de transposición; uno de los 11 principios de la propaganda nazi que operaron con gran eficacia, y que a día de hoy, siguen plenamente vigentes en la bancada popular.

El buen oficio de esta profesional del periodismo, su encomiable labor explicativa de cuanto acontece, y su certera y mordaz pluma, son harto conocidos y admirados; lo que no resulta tan evidente, ni es vox populi, es comprobar con asombro y creciente estupor (—por qué negarlo —) como este “decálogo” del horror nazi permanece casi intacto y es el “manual de estilo” de prácticamente la mitad de nuestros representantes actuales en el Congreso de los diputados.

Sí no me creen, hagamos juntos un somero repaso a estos PPrincipios (¿nacionalsocialistas?) de los que les hablo, a ver que les parecen y sí es posible hacer una comparativa o trazar similitudes con la situación política actual de este, nuestro sinigual —¿y singular? — país, España.

Principio de simplificación y del enemigo único: adoptar una única idea, un único Símbolo; Individualizar al adversario en un único enemigo.

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