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Un cormorán en la orilla

Domingo Sanz | socio de elDiario.es

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Veinte de agosto a las dos de la tarde en el mar mallorquín de la Tramuntana pero hace un fresco casi frío.

Acabamos de desembarcar en una orilla inaccesible desde tierra firme que consigue esquivar miradas y romper confianzas de turistas navegantes gracias a la gran sombra oscura que se cierne para morir cada día cuando llega la noche.

El suelo son rocas y piedras, algunas caídas desde un techo curvo e inmenso y otras rodadas a golpe de rompiente, todas de varios tamaños y compartiendo espacio con los restos que las olas han dejado a lo largo del tiempo. Mucha madera desnuda y bella, pero también trozos de plástico que alguna vez contuvieron algo. Diez minutos deambulando para recoger, junto a otros desperdicios humanos pero limpios, siete mecheros que me sirven para recordar que la gente fumaba.

Veinte embarcaciones flotan cerca, pero nadie viene a hacernos compañía, ni con sus botes salvavidas ni nadando a brazo partido.

De repente, un cormorán vivo mueve las alas elegantes en el rincón izquierdo de la cala mientras lo observo desde el agua. Me acerco lento para que no pueda confundir mis intenciones y consigo atraparlo con tres vídeos durante los cinco minutos más quietos que recuerdo.

Ya no quedan nacras entre las algas y mientras regresamos al puerto voy escuchando el ruido de nuestro pequeño fueraborda contaminando. Pienso entonces que un día, también de repente, toda la vida marina comenzará a fracasar y las playas y las piedras de todas las orillas se llenarán de peces muertos como en algún mar menor ha ocurrido. Y olerá fatal, porque no daremos a basto para retirar tanto cadáver amontonado.

En la playa civilizada todos miran al cielo porque siete parapentes motorizados están jugando a pintarlo con gases de colores. Tan alto, pienso, nunca llegarán las malas sensaciones de abajo y, probablemente, ese pueda ser el único entretenimiento de los veranos que seguirán a la catástrofe global.

Pero por encima de los voladores ligeros distingo aviones pesados que anuncian la llegada de nuevos mortales huyendo de sus costumbres habituales.

Veinte de agosto a las dos de la tarde en el mar mallorquín de la Tramuntana pero hace un fresco casi frío.

Acabamos de desembarcar en una orilla inaccesible desde tierra firme que consigue esquivar miradas y romper confianzas de turistas navegantes gracias a la gran sombra oscura que se cierne para morir cada día cuando llega la noche.