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Dignamente

Ana Belén Pérez Villa

Ha muerto Luis Montes, un hombre bueno, un médico que contagiaba humanidad. Esta terrible noticia me ha devuelto al pasado y he pensado en mi historia, en la de mi padre, y en el relato que escribí un día antes de su muerte, un 9 de octubre de 2008. Lo escribí a mano, todavía lo conservo, no ha perdido ni una pizca de tinta.

Jamás se me olvidará el médico que ayudó a morir a mi padre. En realidad nos estaba ayudando también a nosotras. Necesitábamos dignidad, la suplicábamos.

Nunca antes había pensado en la eutanasia. Era algo de lo que jamás discutía, ni hablaba. Casi un tabú, un asunto de otros, un debate lejano. Evitaba, huía. No quería tentar a la suerte. Sin embargo, la suerte que tenía encumbrada bajó para darme un capón y abrir en mi cabeza una conversación que tenía pendiente.

Son las 8:30 de un viernes de octubre. Mi padre está muriéndose en la cama de un hospital. El cáncer nos ha derrotado. Ahora puedo pronunciar la palabra cabrona, pero ha tenido que pasar 1 año y 8 meses. Un tiempo en el que poco a poco hemos acompañado al hombre más extraordinario hacia un final fatídico y anunciado, aunque difícil de imaginar.

Está enganchado a un bote de morfina, envuelto en papel de plata. Dice la enfermera que es porque no le puede dar la luz. Va cayendo lentamente, directo a la vena. Una máquina controla la dosis. Y le duerme. Le ha dormido, ya, sin retorno.

Hace un semana consentimos al médico la sedación. Los dolores eran indescriptibles. Sin poder caminar, ni hablar, desde hace un año, el sudor de los últimos días delataba un agudo malestar, imposible, penetrante.

Siete días agónicos y precipitados nos llevan a una carrera de fondo, donde sólo hay vencidos. Ayer le doblaron la dosis de morfina. Respira con dificultad. Una mascarilla con oxígeno le da todo el aliento que necesita.

En estos momentos sí pienso en la muerte dulce, inconsciente. En cerrar una vida plena, con dignidad. En la posibilidad de descansar para siempre.

Y la confusión se disipa cuando veo a mi padre dormido en vida, y todo el sufrimiento que lleva acumulado.

Acaba de entrar mi tío por la puerta de la habitación, mi hermana está leyendo algunos pasajes del libro de Santa Gema, dedicándole oraciones cortas, contundentes.

Nuestra espera, nuestra compañía es un homenaje a un hombre que ha merecido siempre todo lo mejor, todo lo bueno.

La enfermedad le ha ganado la vida, una naturaleza que prometía ser centenaria.

Pocas personas llegan a conectar con nuestro sufrimiento. Demasiada compasión, pero los sentimientos que sellan la dedicación plena de mi madre son casi imposibles de entender. Mucha intimidad concentrada.

Entra la enfermera con la máquina que mide las constantes vitales. Otra le sube la cama. Dice que así va a respirar mejor. Vaya contradicción. Le coloca la bolsita con Buscapina. La claridad entra por la ventana, lo alumbra todo.

Algunos nos dicen que ahora tenemos que cuidar a mi madre. Dios mío, llevamos haciéndolo casi 2 años de forma constante.

El médico nos ha dicho que le quedan unas horas de vida. La espera es angustiosa, temida, pero a la vez inevitable. Sabemos que duerme en paz, que está tranquilo. No sufre.

La dignidad es lo que más nos importa. A lo largo de estos meses su deterioro físico ha sido asombroso. Aunque nosotros hemos normalizado la situación, el dolor y la pena nos han ido comiendo el tiempo y la intensidad de los segundos se podía tocar con los dedos.

Él siempre sonreía. A pesar de la impotencia, el dolor y la discapacidad. Pero con dignidad, absolutamente digno.

En la habitación no hemos dejado entrar a nadie ajeno a la familia. No era amigo de visitas, ni de vecinos y vecinas cotillas e imprudentes. Tampoco le verán cuando su alma escape de esta prisión. Nosotras le recordaremos como el hombre fuerte, sabio y generoso que siempre ha sido. Y sobre todo, la despedida será digna, como su vida. Sin compasión, sin especulaciones, sin comentarios ruidosos. En fin, dignamente.

Ya no sé qué decirle. Le he dicho tantas cosas. Le ha dado tantos besos. Le he cogido de la mano en tantas ocasiones.

Una nube campa sobre nuestras circunstancias, la nebulosa nos protege.

El duelo comenzó hace ya mucho tiempo. Los recuerdos se disparan, sucesivamente, como somníferos. Y calman un poco el sufrimiento. El estado de alerta cierra el estómago y el sueño. El cansancio viene y va, aturdido, aturdiendo.

Tenemos el amor, su amor, la siembra que con tanto empeño cuidó. Los frutos; dulces, grandes, sabrosos. Un trabajador nato: responsable, ordenado y perfeccionista. Un amor.

Y aquí estamos sus mujeres, para continuar su proyecto, para seguir sembrando sus semillas maravillosas. Dignamente.

Ha muerto Luis Montes, un hombre bueno, un médico que contagiaba humanidad. Esta terrible noticia me ha devuelto al pasado y he pensado en mi historia, en la de mi padre, y en el relato que escribí un día antes de su muerte, un 9 de octubre de 2008. Lo escribí a mano, todavía lo conservo, no ha perdido ni una pizca de tinta.

Jamás se me olvidará el médico que ayudó a morir a mi padre. En realidad nos estaba ayudando también a nosotras. Necesitábamos dignidad, la suplicábamos.