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Fascismo o democracia

Roberto Montoto

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Me gustaría poder decir que es sorprendente o, cuando menos, inusual, el terremoto mediático que se ha producido en España tras los últimos acontecimientos políticos, pero desgraciadamente, hemos hecho del patetismo, la incoherencia y el escándalo las principales señas de identidad de nuestra actualidad sociopolítica. Declaraciones de barra de bar, constantes cruces de improperios entre representantes públicos, corrupción, incompetencia, incitación al odio, transfuguismo y ahora, por último, un enfrentamiento de egos planteado como una especie de velada de boxeo entre el “fascismo maloliente” de la derecha madrileña encabezada por la señora Ayuso y la izquierda fragmentada con Pablo Iglesias como adalid de la justicia social: fascismo vs comunismo. Así es como se anuncia la contienda de las elecciones madrileñas si atendemos a los eslóganes de ambos candidatos. 

Y yo me pregunto: ¿qué ha hecho mal nuestra sociedad para alcanzar este listón de decadencia política? ¿Nos hemos quedado sin referentes válidos e inspiradores y nos conformamos con lo menos malo dentro de lo terrible? Puede que sí. De hecho es así, pero gran parte de esa responsabilidad es nuestra, de una ciudadanía que ha ido fomentando, inconsciente, pero voluntariamente, ese proceso de retroalimentación, de desprestigio y de insatisfacción entre el pueblo y la clase política. 

Y es que nos estamos equivocando. Estamos fracasando de forma flagrante como sociedad y como individuos. Hemos optado por la radicalización extrema, por el extremismo radical. La polarización irracional impera en cada vez más ámbitos de nuestro cada vez más caótico mundo. Estamos imponiendo unos peligrosos límites que transgreden los propios límites preestablecidos. Cometemos la imperdonable torpeza de educar erróneamente sobre una educación originariamente errónea. Despreciamos la oportunidad que nos ofrecen las ventajas y las posibilidades de nuestro tiempo de materializar un cambio de rumbo, una evolución en la mentalidad y una modernización de los valores colectivos, por culpa de una mala concepción y de un enfoque distorsionado por las lentes del pragmatismo y la incultura. La ocasión de regeneración se ha tornado en degeneración. La razón y el diálogo han pasado a ocupar un lugar residual en el escenario político, cuyos actores han diseminado el hooliganismo, la hostilidad y el antagonismo doctrinario por los espacios más sosegados del panorama ideológico nacional, y han avivado irresponsable y deliberadamente la llama del odio en el interior de aquellos que permanecían plácidamente anestesiados por el opio del bipartidismo casposo y costumbrista. 

Hemos alcanzado un punto de nuestro razonamiento en el que la ideología se ha desvirtuado hasta tal punto que ha pasado de ser una concepción particular y personalista del mundo, de sus relaciones y de su historia, a una burda herramienta de manipulación, un instrumento propagandístico primario y recalcitrante que aprovecha los instintos más básicos e inherentes a nuestra condición para corromper los cimientos de una convivencia que se tambalea con cada declaración, exabrupto o twit del político de turno. Y es que ya no se trata solo de una cuestión de izquierda o derecha, de comunismo o libertad, ni de fascismo o democracia, sino de todo eso y más. Porque la confrontación perpetua en la que hoy vivimos no es más que el fruto de la semilla podrida del odio, los complejos y la vociferada superioridad moral de unos pocos iluminados cuya capacidad de convicción se basa únicamente en el oportunismo, el miedo y el desconocimiento, en la necesidad básica de seguridad de los individuos. Porque tal y como dice Felipe Díaz Carrión, el estoico protagonista de la novela de José Ángel González, Ojos que no ven: “unas cosas son justas y otras injustas; unas son atinadas y otras un completo desatino se mirara por donde se mirara; unas traen el bien incluso en general y otras nada más que calamidades y atrocidades; unas son verdad, verdad de la buena y no meras instrumentalizaciones o utilizaciones ventajistas, y otras nada más que puras fantasmagorías o meras monsergas más o menos hueras o envenenadas, y unas son lícitas y las otras claramente ilícitas, tolerables las unas y las otras de todo punto intolerables”, como mentir, distorsionar y hacer demagogia para manipular las emociones de quienes, por otro lado, están dispuestos a dejarse manipular. Porque el terrorismo político desempeñado en nuestros días ya no es un terrorismo físico, sino emocional, visceral y cínico. El terrorismo actual ya no se ejecuta con pistolas, bombas lapa o disparos en la nuca, sino con palabras, discursos y redes sociales. 

Confundimos política con populismo, autoridad con despotismo, justicia con venganza, principios con orgullo, información con sensacionalismo, debate con discusión, inmigración con invasión, admiración con fanatismo, humor con vejación, amor con pertenencia, religión con fundamentalismo, feminismo con guerra de sexos, educación con adoctrinamiento, legalidad con opresión, música con terrorismo, libertad de expresión con obligación de expresar, opinión con doctrina, anonimato con inmunidad, reivindicación con vandalismo, o crítica con escarnio.

Y mientras nos movemos inconscientemente por los márgenes desdibujados de los nuevos límites que hemos ido creando, desgastamos el vigor y el poderío de nuestro radicalismo útil, de nuestra férrea convicción, en cuestiones que requieren de una templanza, de una moderación, y de una capacidad de reflexión de la que carece quien se guía por la emotividad y la inmediatez de la autosatisfacción y el individualismo. Y mientras por un lado, ignorantes, nos dejamos embaucar por el populismo, la demagogia, o el oportunismo rastrero, y nos envalentonamos para la defensa de causas banales, absurdas, o inadecuadamente concebidas, por otro, mantenemos adormecida nuestra conciencia social y nuestro afán reivindicativo. Malgastamos nuestra fuerza y nuestra pasión en la intolerancia a lo ajeno, a lo desconocido y a lo diferente, mientras, paralela y pasivamente, desarrollamos una tolerancia hacia lo intolerable.

Me gustaría poder decir que es sorprendente o, cuando menos, inusual, el terremoto mediático que se ha producido en España tras los últimos acontecimientos políticos, pero desgraciadamente, hemos hecho del patetismo, la incoherencia y el escándalo las principales señas de identidad de nuestra actualidad sociopolítica. Declaraciones de barra de bar, constantes cruces de improperios entre representantes públicos, corrupción, incompetencia, incitación al odio, transfuguismo y ahora, por último, un enfrentamiento de egos planteado como una especie de velada de boxeo entre el “fascismo maloliente” de la derecha madrileña encabezada por la señora Ayuso y la izquierda fragmentada con Pablo Iglesias como adalid de la justicia social: fascismo vs comunismo. Así es como se anuncia la contienda de las elecciones madrileñas si atendemos a los eslóganes de ambos candidatos. 

Y yo me pregunto: ¿qué ha hecho mal nuestra sociedad para alcanzar este listón de decadencia política? ¿Nos hemos quedado sin referentes válidos e inspiradores y nos conformamos con lo menos malo dentro de lo terrible? Puede que sí. De hecho es así, pero gran parte de esa responsabilidad es nuestra, de una ciudadanía que ha ido fomentando, inconsciente, pero voluntariamente, ese proceso de retroalimentación, de desprestigio y de insatisfacción entre el pueblo y la clase política.