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El inframundo
Llegué a él en estado de shock, poco después del mediodía tras cinco días sin comer ni beber, con fiebre, con la piel mutando del rojo al cárdeno, del cárdeno al morado, cada vez más oscuro.
Así fui destinado a una sala muy grande de urgencias en el Hospital La Paz. En silla de ruedas me llevaron hasta un sillón de skay. Mi mujer no pudo quedarse conmigo. No había donde ponernos a los enfermos, menos aún a los acompañantes. Había muchas camas en la sala, todas ocupadas, y asientos de todo tipo esparcidos por cualquier hueco.
El personal sanitario, aparentemente imperturbable, atendía, escuchaba, contestaba y todo ello sin dejar de circular por la sala, de realizar los movimientos previstos, de hacer posible que aquel caos reflejara la lógica interna que todo caos contiene.
Respondía a un médico cuando, desde el otro extremo de la sala, un aullido desgarrador sobrevoló el atiborrado espacio. Me sobresalté, pero el médico no y terminó de anotar mis respuestas.
Comenzaba a adormecerme cuando una voz muy potente me sacó del estupor. No le entendía. El hombre clamaba y realizaba esfuerzos que producían sonidos metálicos. Al rato le ubiqué. Era un coloso africano que había sido sujetado con correas a una de las camas, a no más de diez metros de donde me encontraba.
Dos enfermeras trataban de tranquilizarle, mientras él redoblaba sus esfuerzos por hacerse oír y por desembarazarse de sus ligaduras. No sé por qué estaba aquel hombre allí, ni qué habría sucedido si hubiera logrado desatarse, pero estoy seguro de que nadie de los presentes hubiera logrado contenerle.
Estuvo así varias horas. Entre medias, fue inmovilizado por varios celadores y se le inyectó un sedante, que apenas actuó durante breves minutos. Repetida la operación y, supongo, reforzado el sedante, se le consiguió adormecer, pero nunca por un periodo largo. Un par de veces, en plena crisis, apareció un equipo de miembros de la seguridad del Hospital. Eran cuatro, el titán permanecía amarrado, pero aun así no se atrevían a acercarse a él. Tuve la sensación de que, si se hubiera soltado, ellos cuatro habrían sido los primeros en salir corriendo, en tanto que enfermeras, auxiliares y celadores hubieran tratado de sujetarle.
Por fin, la sedación tuvo un efecto potente y se le cambió a una camilla más sólida, donde, bien atado y rodeado por los bravos miembros de la seguridad, se le sacó de la sala, quién sabe en dirección a qué rincón más profundo del averno.
No hacía mucho que gozábamos del alboroto natural del lugar, cuando resurgió el aullido que oí al principio, pero esta vez no me impresionó.
A escaso metro y medio de mí, una octogenaria con la cabeza vendada gemía en solitario. La enfermera le habló con cariño, a la vez que le colocó el vendaje con sensibilidad exquisita y una destreza encomiable.
En esas vinieron a buscarme con una silla de ruedas. Iban a hacerme una biopsia de la piel. Con un hábil slalom me sacaron de la sala general y, algunos pasillos mediante, llegamos a la rotulada Consulta 1, donde diversos sillas y sillones acogían a otros tantos pacientes derrengados sobre ellos. Al final de la consulta, separada por una cortinilla de papel, una camilla estaba pegada a la pared. Sobre ella me practicaron la cirugía menor, me cosieron y me devolvieron a la silla de ruedas, sin dejar de hablar sobre las condiciones laborales que sufrían. El médico que realizó la biopsia llevaba dos semanas sin librar y su ayudante, un MIR, se quejaba de las guardias porque solo disponían de dos horas, cada veinticuatro, para descansar.
De vuelta a mi sillón inicial, sentí la necesidad compulsiva de vomitar. Cogí una batea que había dejado estratégicamente próxima y lancé el vómito más verde que he visto nunca. Mantenía la batea en la mano cuando uno de los médicos pasó junto a mí.
— Perdón, ¿me podría tirar esto?
Miró asombrado el repugnante hallazgo.
— ¿Cuándo ha echado eso?
— Ahora mismo.
Pasó raudo al cuartito y salió con otros dos médicos. Los tres observaron con atención y uno de ellos sacó una foto con el móvil. A continuación, se volvieron dentro. Fue algunos minutos después, durante los cuales seguí enarbolando mis desechos, cuando una auxiliar se fijó en mí.
— ¿Lo podría tirar, por favor?
— Pues claro. — Y así lo hizo.
Al fondo del pasillo que había frente a mí se distinguían dos cuartos aislados, de la sala general y entre sí. De uno de ellos salió un hombre menudo, mayor, que recorría el trayecto murmurando algo. Cuando estuvo algo más cerca pude entender lo que decía.
— Esto es una cárcel, nos tienen prisioneros.
Venía de frente, así que se dirigió a mí.
— Me han secuestrado. Llame a la policía.
Fue interceptado por dos enfermeras que, no sin esfuerzo, le encaminaron de regreso al cuartito, pero no tardó mucho en reaparecer, completamente desnudo y repitiendo su letanía.
— Me han secuestrado. Que alguien avise a la policía.
Así recorrió media sala. Fueron necesarias más personas para controlarle sin hacer un uso desmedido de la fuerza y devolverle al cuarto donde, esta vez, le ataron a la cama.
Entre todos estos incidentes, la actividad seguía, la gente entraba y salía, se iban a hacer pruebas o lo que procediera. En momento alguno detecté el menor colapso del ritmo natural. Aquellas personas, aquellos profesionales, conseguían que un sentido último de armonía reinara en aquel pandemónium.
Por fin, vinieron a por mí y me dijeron que iba a ir a un cuarto aislado. Pasé a una zona VIP de Urgencias, el Gsuc, donde me aguardaban una cama limpia, una habitación tranquila y un cuarto de baño compartido tan solo con la habitación contigua. Más tarde supe que la causa era que habían decidido ingresarme en la planta de Oncología y estaría allí en tránsito hasta que quedara una cama libre.
Fue un día y medio balsámico después de mis vivencias en la sala general, que reforzaron mi admiración casi sin límites hacia el personal sanitario, ese que hace que todo funcione a pesar de estar planificado para desplomarse.
Llegué a él en estado de shock, poco después del mediodía tras cinco días sin comer ni beber, con fiebre, con la piel mutando del rojo al cárdeno, del cárdeno al morado, cada vez más oscuro.
Así fui destinado a una sala muy grande de urgencias en el Hospital La Paz. En silla de ruedas me llevaron hasta un sillón de skay. Mi mujer no pudo quedarse conmigo. No había donde ponernos a los enfermos, menos aún a los acompañantes. Había muchas camas en la sala, todas ocupadas, y asientos de todo tipo esparcidos por cualquier hueco.