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Carta décima: Sobrevivir escribiendo y peleando

29 de abril de 2018

Llevo días acompañada por una sombra. Hace que me cueste escribir, hablar, decir lo que se me pasa por la cabeza. Siento una especie de nudo que pesa, que arrastra una mezcla de rabia y sorpresa.

No sé si fue en la primera carta donde rescataba una pregunta que se hacía la escritora portuguesa María Gabriela Llansol en uno de sus diarios: ¿Sobrevivir escribiendo será una manera ciega de ser útil a la especie?

Estos días, de tanta rabia y silencio, he vuelto mucho a esa cuestión. La he intentado rodear, hacerla un poco mía, comprenderla, abrazarla. Crear con ella una forma de lenguaje, de idioma invisible, una especie de mano a la que agarrarme y escribir.

No puedo recordar con exactitud la primera vez que sentí miedo a perder a mis padres, a mis hermanos y a mis abuelos, pero sí recuerdo cada segundo de la primera vez que intentaron abusar de mí. La luz en el vagón vacío del metro, la voz anunciando la siguiente parada, la canción que iba escuchando hasta que todo se congeló.

Segundos antes, no paraba de quitarle importancia a que un hombre se sentara justo a mi lado estando el vagón totalmente vacío. Me decía a mí misma, todo va bien, María, no pienses mal, no tiene por qué pasar nada. Esa forma de hablarme en silencio a mí misma se rompió cuando sentí como unas manos frotaban fuerte mis vaqueros: mis muslos, mi cintura, mi culo, mi vagina.

Me quedé callada, inmóvil, me volví de piedra.

Fui incapaz de articular palabra, de mover un dedo.

Como si yo solo fuese una espectadora y este, un mero trámite más que pasar. De pronto, me oí a mí misma gritando ¡por favor! cuando otro chico abrió la puerta del vagón. Mi acosador salió disparado y se bajó en la próxima parada.

Era incapaz de moverme, de levantar la vista. Me había convertido en la presa que escapa pero que se queda en el lugar de la caza. Ese tacto en mi piel y en mi ropa tardó mucho en irse. De hecho, no volví a ponerme esos vaqueros. Cuando llegué a casa, miraba la ropa sobre la cama. Me culpaba, sin querer, por mi ropa, me preguntaba a mí misma cuál podría haber sido el desencadenante, y lo peor, no dejé de recriminarme durante meses esa pasividad absoluta en la que me convertí cuando todo sucedió. No volví a realizar ese trayecto. Prefería tardar casi una hora más para llegar al aeropuerto de Lisboa que volver a coger esa línea.

Es increíble cómo estos sucesos configuran nuestro mapa de trayectos y decisiones. Cómo nos empequeñecen y nos sujetan, como esa sombra que desde hace días, ha vuelto a acompañarme.

Por eso, aparece de nuevo, la pregunta de Llansol al leer #cuéntalo. Qué doloroso, pero qué necesario. Pienso en todas las mujeres que me rodean y solo quiero decirles que hablen, que escriban, que cuenten, que griten.

Que hagan justo lo contrario que hicieron los 16 hombres restantes que estaban en ese grupo de whatsapp y solo alentaron, rieron, aplaudieron, o sintieron envidia. Que alcen la voz como han hecho estos días en las manifestaciones de tantos lugares, que se manchen la cara con las pinturas de guerra, que devuelvan el verdadero significado a la palabra manada, que se apoyen las unas a las otras, que no dejemos de pelear.

Cómo me gustaría escribirle a Gabriela y contestarle que sí, que somos útiles así, gritando, peleando, defendiéndonos, contando, escribiendo. Pero no de una manera ciega, no querida Gabriela, sino clara y necesaria. Sí, sobrevivir escribiendo y peleando, siempre.

Cada día creo más en los márgenes: esos que nos sustentan y nos cuidan. La foto, esta semana por un carril de Extremadura, de camino al trabajo. También muchos rabilargos haciendo el nido, abejarucos y carracas, pequeñas rapaces en los tendidos eléctricos aguardando a sus presas desde arriba, cigüeñas detrás del agricultor en los cultivos.

Los brotes nuevos, un año más, como si nada.

Prometo volver pronto

29 de abril de 2018