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Carta octava: Manchas de sangre y barro en la nieve

8 de abril de 2018

Lo mejor de los domingos es que no hay prisa para desayunar. Nadie espera, la calle sigue dormida, y solo me acompaña el ruido de la cafetera casi a punto de explotar.

Busco el libro que se perdió anoche en la cama cuando mis manos decidieron caer y vino el sueño. A veces tengo que volver páginas atrás porque mezclo el sueño con lo que leí la noche anterior.

Sé que anoche leí fango, ceguera, navajas, traqueteo, ventanilla, motor, pinchazo. En el sueño, conducía y conducía y no dejaba de nevar. Demasiado barro. Me ponía triste por el color y la textura de la nieve sucia.

Pensamos en la nieve y solo imaginamos un vacío impoluto, tan blanco que llega a darnos calor, un imán al que nos abrazaríamos sin pensarlo. Pero también en la nieve hay duelo y lucha, manchas de sangre y de barro. Pisadas, restos, algún rastro de los últimos movimientos de un animal herido.

En febrero tuve la necesidad de parar el coche en un arcén para bajar un momento y tocar la nieve, ensuciarla con mis pies y mis manos. Es curioso, lo poco que veo la nieve y las muchas veces que la pienso.

Hoy de nuevo, esperando al café, sola, he pensado en todo lo que se ilumina y se refleja, en todo lo que creemos por culpa de la luz. Vuelvo al libro que empecé ayer, tropiezo con la página marcada, releo: casi todo lo que nos rodea es susceptible de ser transcrito, subjetivizado, canalizado a través del grado sensitivo de cada cual.

¿Y si la muerte es sólo una garza alimentándose de la luz?

Carta novena: Tan lejos y tan cerca

8 de abril de 2018