En apenas dos meses se cumplirá el décimo aniversario de las protestas que dieron lugar al Movimiento de los Indignados. Y lo hará en un momento marcado por la agitación de la “nueva política española”, que tuvo su origen en el profundo malestar social y político expresado hace diez años, a lo largo y ancho del país, al grito de “no nos representan” y la demanda de una nueva forma de hacer política que era compartida por amplias capas de la sociedad española.
El contexto en el que irrumpió el 15-M
El fuerte impacto socioeconómico que tuvo la profunda y larga crisis financiera de 2008, junto a la percepción de que las (impopulares) políticas de austeridad aplicadas eran injustas y contraproducentes, en un marco informativo salpicado por continuos escándalos de corrupción y comportamientos poco ejemplares protagonizados por las élites políticas, crearon las condiciones perfectas para la acción colectiva. Además de la percepción de agravios y frustración de expectativas (privación relativa) reflejada en un goteo previo de movilizaciones sectoriales, se había impuesto el marco conceptual (frame) de que la clase política, aparte de poco virtuosa, estaba totalmente alejada de los problemas de la ciudadanía.
El cuestionamiento de los líderes políticos y su pérdida de imagen (con un suspenso generalizado desde el otoño de 2008, según los datos del CIS), constituían una oportunidad para que una movilización masiva pudiera verse como potencialmente exitosa (de cara a que las reivindicaciones fueran tenidas en cuenta). Igualmente, como un recurso no material que favorecía la movilización, estaba la fuerte motivación de muchos para sumarse a las manifestaciones en la calle o a apoyar sus demandas, así como el “efecto imitación-contagio” del ciclo de protestas imperante en ese momento a nivel global (Primavera árabe, protestas en países europeos contra las políticas de austeridad).
Por tanto, el campo estaba lo suficientemente inflamado para que cualquier chispa pudiera prender. Con Madrid como epicentro y en la antesala de las elecciones municipales y autonómicas del 22 de mayo de 2011, esa chispa fue la decisión de las autoridades gubernamentales de no permitir, tras la finalización de las protestas el 15 de mayo, que acamparan grupos de manifestantes en el espacio público.
Balance de la “nueva política”
El 15M dio paso a un período de transformación del sistema político, entre 2011 y 2014, en el que, con la ventana de oportunidad abierta, fueron emergiendo nuevos actores políticos (con la escisión de Vox del PP, la creación de Podemos y el salto a la arena nacional de Ciudadanos). Se trataba de “emprendedores” que ofrecían una nueva oferta política (en diferentes ámbitos) aprovechando el descrédito de los “viejos partidos” y la yuxtaposición de las crisis de representación política (que se hizo visible en 2011) y territorial (con el inicio en 2012 del conflicto catalán) desencadenadas en España con la crisis financiera.
El año 2015 constituyó el punto de inflexión con la constatación de que nuevas fuerzas políticas (Podemos y Ciudadanos) habían conseguido representación, primero a nivel autonómico y local y después nacional, para desesperación de IU y UPyD, que veían cómo esas nuevas fuerzas les acabarían condenando a la absorción (IU por Podemos) o desaparición (UPyD). Sin haber realizado ninguna reforma del sistema electoral, el malestar había conseguido traspasar todas las barreras para que España dejara atrás el período de dominio bipartidista (PSOE-PP), que había sido predominante desde la consolidación de la transición democrática, para entrar en una nueva etapa multipartidista (con partidos que disputaban competitivamente el voto a socialistas y populares).
Desde entonces, el sistema de partidos y la política española no han dejado de mutar. Frente a dos fuerzas emergentes (Podemos y Ciudadanos) en 2015, tenemos ahora un total de cuatro (sumando a Vox y Más País) con representación en el Congreso. Además, la posición que éstas ocupan ha ido cambiando en estos años: primero con Podemos como fuerza política “estrella”, después con Ciudadanos, y ahora con VOX.
Con más jugadores sobre el tablero, la aceleración ha sido constante e intensa estos seis años marcados por el personalismo y la inmediatez de una política hecha a golpe de click. Tanto como para explicar que un partido de nueva creación sufra una escisión en menos de cinco años (como Podemos con Más País). O cómo los nuevos partidos encumbran a líderes a los altares del liderazgo, dándoles todo el poder de decisión, para convertirles rápidamente en “ídolos caídos”, como le pasó a Albert Rivera cuando su estrategia de acercamiento a la derecha se saldó con un contundente fracaso electoral. O cómo una fuerza política como Vox puede pasar entre 2015 y 2019 de obtener en unas elecciones generales menos de 60.000 votos a más de 3,5 millones, dando sentido a la denominación de “partido chicle”. O cómo otra fuerza política como Ciudadanos ha pasado, en pocos años, de acariciar el poder a verse sumida ahora, tras importantes batacazos electorales, en una crisis de liderazgo e identidad ideológica que amenaza su supervivencia.
Otro de los rasgos que definen esta etapa es el uso que hacen los partidos, tanto los tradicionales como los nuevos, de la (vieja) arquitectura institucional para maximizar sus posiciones en la arena política. Así, por ejemplo, como si se tratara de una partida de cartas, algunas fuerzas políticas han utilizado a nivel nacional la opción de la repetición electoral cuando han preferido un nuevo reparto, con la expectativa de que su posición mejorase de cara a la formación de un gobierno, aun sabiendo que ello generaría inestabilidad política y parálisis institucional. Y volvemos a verlo ahora cuando se trata de deshacer gobiernos a nivel regional, en forma de rocambolesco “vodevil político” que tienen sobre todo en Murcia y Madrid al PP y a Ciudadanos como protagonistas principales, y que, en menos de cinco días, ha agitado el panorama político a todos los niveles.
Repeticiones electorales, largos períodos de provisionalidad política y un uso torticero de las reglas institucionales, así como del poder judicial, han sido sólo algunas de las consecuencias de ese juego en el que, más que a una nueva política, hemos asistido a la adaptación de la vieja política a un nuevo contexto y unos nuevos tiempos. Una adaptación que, en un contexto crecientemente fragmentado, polarizado y personalista, ha llevado a que la política esté hoy “hiperventilada” con un exceso de histrionismo y efectismo propio de un guion televisivo en el que se busca continuamente el giro inesperado.
El clima social hoy
Pero mientras la política española se desarrolla a un ritmo frenético y la aceleración mediática nos lleva a pasar rápida e intensamente de una noticia a otra, merece la pena detenerse y preguntarse por el clima social. ¿Es comparable el actual contexto con el que dio lugar, hace diez años, al estallido del malestar político y social en España?
Nuevamente el país se encuentra ante una difícil coyuntura económica y social, por una crisis (también) de alcance mundial y de enorme magnitud, generada, en este caso, como consecuencia de una pandemia. Las políticas puestas en marcha para hacer frente a la dimensión socioeconómica de la crisis están siendo (al menos, por el momento) muy diferentes a las que se aplicaron hace una década a nivel europeo y nacional. No ha habido recortes sociales y se han puesto en marcha paquetes de estímulo para activar la economía y evitar la destrucción de empleo, así como medidas de protección social dirigidas a los colectivos más vulnerables
No obstante, ello no ha impedido que, incluso con las restricciones impuestas por la pandemia, haya habido un creciente goteo de protestas, especialmente en los últimos meses. Sectores profesionales (como el de la restauración, la hostelería, el turismo o la cultura y el ocio) se han manifestado en coche o a pie en muchas ciudades para reclamar ayudas públicas o la relajación de las medidas antiCovid (aforos, horarios, cierres comerciales). También ha habido protestas de carácter territorial como la que ha tenido lugar recientemente en Jaén, para expresar el hartazgo ante el abandono que perciben sus habitantes de las instituciones y por la falta de perspectivas económicas de la zona.
Asimismo, ha habido protestas de carácter generacional, como las que sacaron a mediados de febrero a la calle en varias ciudades españolas a cientos de jóvenes en apoyo al rapero Pablo Hasél. El carácter violento que acabaron teniendo muchas de estas protestas por los disturbios causados por grupos minoritarios eclipsó el incipiente debate público sobre la situación de los jóvenes, que empezaba a abrirse camino cuando muchos de ellos reconocieron que su participación en esas protestas no era tanto por el rapero ni la defensa de la libertad de expresión, como para denunciar la precariedad laboral y los problemas de su generación.
De este modo, todas estas movilizaciones pueden ser sólo la punta del iceberg de una latente (y aún confinada) bolsa de malestar social alimentada por un creciente sentimiento de frustración, agravio e injusticia, que puede verse, además, acentuado por la mayor sensibilidad y problemas de salud mental que han provocado la pandemia y las medidas de confinamiento.
Por otra parte, no parece que el frame sobre la clase política y la situación política sea muy diferente al de 2011. Los casos de corrupción (con el juicio de Bárcenas por la caja B del PP como tema principal) y los comportamientos poco ejemplares de las élites (políticos y otras personalidades que se han vacunado cuando nos les tocaba) siguen siendo actuales, al igual que el deterioro de instituciones tan importantes como la Corona. A ello habría que añadir hoy la decepción que ha podido generar la “nueva política”, en especial si se tiene en cuenta el momento actual de cambio del tablero político producido por desavenencias entre partidos, y dentro de partidos. Todo ello en un contexto crítico en el que se percibe que la unidad política, los acuerdos y los intereses generales, frente los partidistas y personalistas, deberían prevalecer para afrontar con éxito el difícil momento por el que atraviesa el país.
En la antesala del 15 de mayo de 2011, el 66,5% de los ciudadanos valoraba de forma negativa la situación política, un 78,4% consideraba que la situación económica era mala o muy mala; y la clase política y los partidos eran percibidos como el tercer problema más importante que tenía España en esos momentos, después del paro y los problemas económicos. De acuerdo con el último barómetro publicado por el CIS, correspondiente a febrero, la valoración que tienen hoy los ciudadanos de la situación económica es peor: el 89,5% considera que ésta es mala o muy mala. Situada después de la crisis económica, la pandemia y el paro, la percepción de la política como problema del país es más acentuada y diversa que hace diez años. Ahora los ciudadanos no sólo mencionan a los políticos, los partidos o la corrupción, sino también la inestabilidad política y la falta de acuerdos. Si bien, se mantiene, como hace diez años, el suspenso a los líderes políticos.
Si el frame sobre la política favorece potencialmente la movilización, no se darían ahora, como por el contrario sí ocurrió en 2011, otros factores movilizadores. Por un lado, la persistencia de la pandemia no favorece la eclosión de movilizaciones masivas. Por otro lado, aunque ha habido también un goteo de protestas en otros países, no hay (por el momento) un ciclo de protestas a nivel global que actúe de efecto catalizador. Ese ciclo se empezó a vislumbrar en el año 2019 con movilizaciones en numerosos y diversos países que, en muchos casos, compartían como detonante el malestar por el deterioro de las condiciones de vida. Al comienzo de 2020 esas protestas quedaron interrumpidas por la pandemia. No se puede descartar que cuando la situación mejore y se vean con nitidez los estragos causados por la pandemia, especialmente si la recuperación es desigual entre los segmentos sociales, emerja una nueva etapa global de movilizaciones.
En cualquier caso, no se deberían minusvalorar las muestras de malestar social y descontento político que ya hay en España. Los viejos y nuevos partidos deberían tomarlas muy en serio y medir las consecuencias de sus estrategias, para que, en un tiempo, ya sea más largo o más corto, no se vean sorprendidos por el estallido de una potencial ola de malestar político. Además, ese malestar no iría acompañado, como sí ocurrió en 2011, de una esperanza de cambio, sino de frustración.
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