No han pasado ni 25 años desde la comercialización masiva de internet y de servicios y dispositivos digitales, pero estos han penetrado tan profundamente en nuestra vida cotidiana que apenas somos conscientes de cómo han cambiado la estructura de nuestra sociedad. Desde la transformación del lugar de trabajo a través de la robotización y la disponibilidad a distancia hasta la creación de nuevos productos, servicios y mercados, la digitalización transforma la configuración económica a una velocidad tan vertiginosa que nuestros sistemas fiscales y regulatorios no consiguen mantener el ritmo. Datos y algoritmos son los nuevos activos y factores productivos para las compañías digitales, cuyas estructuras de costes y sus mercados en red se caracterizan por fuertes tendencias monopolísticas. Este artículo analiza la tendencia a la concentración del sector digital y sus consecuencias para la desigualdad. En un próximo artículo reflexiono sobre las capacidades y limitaciones de los sistemas fiscales y regulatorios para hacerles frente.
El debate sobre el impacto de la digitalización ha girado sobre todo entorno a las amenazas de una adopción generalizada de tecnologías sustitutivas de mano de obra con su consiguiente pérdida de empleos. Aproximadamente la mitad de las tareas que ahora realizamos podrían automatizarse en las próximas décadas. Trabajos rutinarios, poco cualificados y relacionados con el transporte son más susceptibles de desaparecer. Trabajos que requieran creatividad e inteligencia emocional, donde el factor humano es indispensable, están en menor riesgo. La producción industrial, tradicionalmente masculinizada y fácil de externalizar, está más en riesgo que los servicios y los cuidados, tradicionalmente feminizados y domésticos por naturaleza. Más allá de la división sexual del trabajo, la transición hacia una economía de servicios reduce el crecimiento de la productividad, a la que los salarios deberían estar ligados.
Además, la frontera entre trabajo y ocio y el propio concepto de lugar de trabajo se van evaporando, flexibilizando horarios y atomizando la fuerza de trabajo, con apps que median entre empleador y empleado y dificultan la sindicación. Estos cambios en las relaciones laborales y las nuevas posibilidades de externalización crean un lugar de trabajo fisurado que reduce el poder de negociación del trabajo. Con la reducción masiva de los costes de transporte, las cadenas de producción se globalizaron siguiendo criterios de reducción de costes laborales. La automatización puede revertir parte de ese proceso volviendo a acercar la producción al consumo, pero esta vez sin requerir mano de obra. Si el trabajo remoto es posible a gran escala (un ejemplo temprano son los teleoperadores), la compresión competitiva de un mercado de trabajo mundial presionará a la baja los salarios de poca cualificación, al mismo tiempo que una demanda global pujará por esas habilidades más únicas, aumentando la desigualdad.
Hasta ahora, cada avance tecnológico ha cambiado la naturaleza del trabajo, compensando la destrucción de empleos en el corto plazo con muchos más empleos a largo plazo. Esta vez, sin embargo, los cambios tecnológicos vienen acompañados de tendencias hacia la concentración y de una capacidad inédita, junto con petroleras y farmacéuticas, de generar ventas y beneficios y de alcanzar una elevada capitalización bursátil con muy poca masa laboral. Que el progreso tecnológico beneficie a la sociedad en su conjunto depende de manera crucial en cómo se reparten las rentas que generan los aumentos de la productividad.
Las empresas digitales tienen tres características que hacen que sus estructuras productivas, de costes y comerciales sean fundamentalmente diferentes de las de las empresas tradicionales. En primer lugar, el input productivo más importante son los datos. Las bases de datos son un activo muy particular. Se “cosechan” de los usuarios, extraídos cual recurso natural intrínseco de cada persona. Son un bien no rival: usar una base de datos una vez no disminuye la cantidad de información disponible para otras ocasiones. Sin embargo, el acceso a los datos puede restringirse. En economía los bienes con estas dos características se conocen como “bienes club”, o bienes artificialmente escasos, cuya oferta suele adoptar la forma de monopolio natural.
En segundo lugar, los datos se explotan con algoritmos que, por ejemplo, muestran publicidad customizada o predicen los deseos de consumo. Los algoritmos son activos intangibles que las empresas desarrollan para sus propios usos productivos. Su desarrollo conlleva tiempo e investigación, pero una vez programados, se pueden ejecutar una infinidad de veces a coste prácticamente nulo. Dado que están diseñados para operar en una empresa determinada, son raramente comercializables y es muy difícil calcular su valor de manera objetiva. Además, cuanto mayor es la base de datos sobre la que se aplica el algoritmo, más patrones se pueden identificar y más complejas y precisas serán sus predicciones. La combinación de datos con algoritmos genera retornos a escala extremos; por ejemplo, cuanto mayor es la base de datos de Google más eficientes son los espacios que ofrece a las compañías de publicidad. Esto hace que los costes medios de las grandes compañías sean inferiores a los de las compañías pequeñas, y es una barrera natural a la competencia.
El tercer elemento es que los productos de las corporaciones digitales se distribuyen sobre todo en red. Las externalidades de red emergen cuando el aumento del número de usuarios de una red incrementa su utilidad para usuarios previos. Hay múltiples ejemplos en la historia de las telecomunicaciones: la red que opera antes crece más rápido por la ventaja first-mover, expulsando a la competencia del mercado sin necesariamente ser la mejor. En algunos casos, las corporaciones digitales no sólo distribuyen sus productos a través de redes, sino que son el mercado en sí mismo. La función más importante de Uber o de AirBnB es la de poner a proveedores y clientes en contacto, sin añadir más valor a la operación. El contacto entre pares (p2p) beneficia a ambas partes si reduce la necesidad de intermediarios. Pero no es el caso si la plataforma es un intermediario ineludible y cobra cuotas por el acceso y el uso de su infraestructura de distribución. El control del acceso al mercado tanto de la oferta como de la demanda, la convierte en el único empleador, es decir, un monopsonio, y en el único proveedor, un monopolio. Las comunidades digitales a las que tienen acceso algunas de estas compañías son mayores que las poblaciones de muchos estados; quizás estén dejando de ser los estados-nación, como decía Polanyi, quienes garantizan la existencia de un mercado interior.
La transformación hacia una economía de servicios está relacionada con cambios en los patrones de consumo: de la adquisición de bienes hacia el alquiler de servicios. Imaginemos una empresa como Uber que en vez de poner a conductores en contacto con pasajeros, posea una flota de coches automáticos (driverless) y cobre una cuota por usarla. El cambio de una sociedad de consumo a una de uso y alquiler podría facilitar una mancomunación de recursos y su utilización más eficiente (los coches privados están parados un 95% del tiempo). Pero si esto no viene acompañado de nuevas fórmulas de propiedad, lo que implica es una concentración de la riqueza. Este modelo mercantil tiene menos la forma de un juego de suma positiva y más la forma de un rentista tradicional que cobra cuotas por ceder el usufructo de su propiedad.
La supremacía de las compañías digitales las ha llevado incluso a disputar a los bancos la provisión de servicios financieros. La conjunción entre la extracción de datos de los usuarios y su rol en las cadenas globales de producción las sitúa en una posición privilegiada a la hora de redirigir sus modelos corporativos hacia la creación de crédito, teniendo una información mucho más fehaciente de los patrones de ingreso y gasto y la capacidad de pago de sus clientes. Además, con sistemas de pago cada vez más digitalizados, el monopolio tradicional de los bancos sobre los métodos de pago como las tarjetas de crédito puede perder terreno frente a otras fórmulas de transacción monetaria, por ejemplo a través de móviles. Esto abre un potencial enorme a las compañías digitales para restringir el acceso, segmentar el mercado y cobrar recargas abusivas en función de las características del cliente (¡sobre todo si las decide un algoritmo!).
En resumen, los datos son un bien público. El desarrollo de algoritmos implica un coste fijo importante y costes marginales (de producir una unidad adicional) tendientes a cero. La distribución de los productos a través de redes explota externalidades y economías de escala y de alcance. Las características de los mercados digitales dan a las empresas mucha ventaja por ser las primeras, que las demás tienen difícil superar. Estos mercados tienden hacia la concentración. Un alto grado de poder de monopolio suele traducirse en abusos a trabajadores y consumidores, y en actitudes rentistas a costa de la inversión productiva y una distribución primaria entre las rentas entre capital y trabajo equitativa. En el próximo artículo analizaremos qué pueden hacer las políticas públicas para evitar estos procesos.