“Por fin se ha terminado”: esta es posiblemente la reacción más común de cualquier italiano al que se le pregunte por la campaña electoral que condujo a las elecciones del domingo. Una campaña que ha sido definida por varios medios de comunicación, de lados opuestos del espectro ideológico, como la “peor de la era republicana”. Aunque extremadamente gratificante en términos posmodernos –desde Silvio Berlusconi aterrizando triunfalmente en TikTok para atraer a los votantes jóvenes, hasta el ministro de Asuntos Exteriores, Luigi Di Maio, “volando” en un restaurante a lo Dirty Dancing–, esta campaña ha estado completamente desvinculada de una realidad mordaz, marcada por el expansionismo ruso, el aumento de la factura energética y una tasa de desempleo juvenil del 24%, cuestiones que solo han entrado en el debate de campaña en ráfagas ocasionales. La votación del domingo, con un mínimo histórico de participación del 63,8%, refleja más la indiferencia del electorado que una preocupación sustantiva y generalizada por el futuro próximo de Italia, a saber, por el primer ejecutivo dirigido por un partido postfascista, el Fratelli d'Italia (FDI) de Giorgia Meloni.
La coalición de centro-izquierda, liderada por el Partido Democrático (PD) de Enrico Letta, intentó inicialmente enmarcar su campaña en torno a la “amenaza fascista”. Y Meloni pareció seguirle el juego. Ambos estaban interesados en polarizar al electorado: el primero, para convencer a los no votantes desafectos y a los partidarios de izquierda del Movimiento 5 Estrellas (M5S); la segunda, para restar votos a los demás componentes de la coalición de derecha y extrema derecha. Esto dio lugar a un acuerdo tácito entre Letta y Meloni, en el que cada uno de ellos estaba dispuesto a reconocer al otro como principal oponente, con la esperanza de mantener al resto de partidos fuera de los focos. ¿Tuvo éxito su estrategia? La respuesta es un claro sí para Meloni: al haber obtenido un impresionante 26% de los votos –mucho más que la suma de Forza Italia y Lega– puede reclamar el liderazgo indiscutible de su coalición y el derecho a formar un ejecutivo. No ocurre lo mismo con el PD, que ha quedado por debajo del umbral psicológico del 20%. Este habría sido el resultado más decepcionante de esta ronda electoral de no ser por el escaso 9% de Matteo Salvini.
La derrota de Letta se fundamenta en tres errores estratégicos entrelazados. En primer lugar, su campaña partió de la idea errónea de que existía un electorado dispuesto a movilizarse contra la amenaza autoritaria que suponía un ejecutivo de extrema derecha. Cuando la indiferencia del electorado hacia la “amenaza fascista” se hizo patente, Letta se vio obligado a reinventar su narrativa, alejándose de los carteles ampliamente ridiculizados de “nosotros contra ellos”, dirigidos a Fratelli d’Italia. En el debate electoral organizado por el 'Corriere della Sera', en el que solo participaron los dos líderes, Letta y Meloni se enfrentaron con guante blanco, especialmente para los estándares italianos. Llamó la atención el tono inexpresivo del debate, irreconciliable con el argumento de la amenaza de dictadura que se cernía sobre Italia pocos días antes. Ya sea por la campaña del PD, o muy probablemente por la creciente desafección política de la izquierda, la “llamada a las armas” que tantas veces ha funcionado para rescatar al centro-izquierda simplemente no se materializó en 2022.
Esto nos lleva al segundo error de la estrategia del Partido Demócrata: la falta de atención a las políticas a lo largo de la campaña. Reiterando una superioridad genérica en la “competencia”, y respaldando plenamente una 'Agenda Draghi' que el propio ex presidente del BCE tachó de “inexistente”, Letta acabó arrinconando temas queridos por la izquierda. Cada vez que el secretario del PD avanzaba una propuesta –por ejemplo, sugiriendo aumentar el impuesto de sucesiones para financiar una ayuda de 10.000 euros a los ciudadanos de 18 años, o ampliar los años de escolarización obligatoria– parecía capaz de reunir cierto consenso entre la izquierda. Sin embargo, en cuanto surgió la oposición de partidos rivales a estas medidas, Letta se limitó a pasar por encima de ella, volviendo a insistir en temas de derechos civiles menos polarizadores. Esto queda claramente ejemplificado por el hecho de que, aunque el PD postuló al ex jefe de la CGIL –el sindicato más representativo de Italia– para el Senado, el mismo sindicato, históricamente cercano al PD, decidió no respaldar a ningún partido, posiblemente seducido por el plan de Salvini de ofrecer una opción de jubilación anticipada ('Cuota 41'). Una propuesta a la que se opuso inmediatamente el responsable económico del PD.
En tercer lugar, el éxito del M5S de Giuseppe Conte –que obtuvo un sorprendente 17%– arroja varias dudas sobre la premura con que Letta cortó lazos con el Movimiento, (co)responsable de la disolución del ejecutivo de Draghi. Una separación que contradecía la supuesta urgencia de combatir contra una amenaza fascista inminente en Italia. Irónicamente, Letta tomó su decisión apenas unos años después de que el ex secretario del PD, Nicola Zingaretti, definiera a Conte como un “punto de referencia muy fuerte para los progresistas”, y apenas unos días antes de que el PD se aliara con Sinistra Italiana, que se opone explícitamente a la 'Agenda Draghi', a la moción del ejecutivo para enviar armas a Ucrania, e incluso a la entrada de Finlandia y Suecia en la OTAN. Este pacto electoral, aunque necesario para contrarrestar la sólida coalición de derecha y extrema derecha, redujo aún más los incentivos de Letta para hablar de temas potencialmente divisivos, aunque cruciales. En consecuencia, el exprimer ministro Giuseppe Conte ha tenido el campo abierto para reinventar el M5S como fuerza progresista, tal y como demostró el think–tank independiente Orizzonti Politici, defendiendo el legado de sus dos ejecutivos de coalición.
Paradójicamente, “la peor campaña de la historia” fue una en la que las políticas –irónicamente ausentes del debate– sí fueron importantes para determinar el éxito electoral de los partidos. La campaña de Conte fue ejemplar en cuanto a su capacidad para traducir el apoyo a las políticas aprobadas por su(s) ejecutivo(s) –y, en particular, a la prestación dirigida a las rentas bajas llamada “Reddito Di Cittadinanza”– en apoyo electoral. El exprimer ministro se dirigió al sur de Italia, donde reside la mayoría de los beneficiarios de esta política, convirtiéndose en la verdadera sorpresa de estas elecciones, a pesar de que la participación fue extremadamente baja en los nuevos bastiones del movimiento. El M5S fue también el más firme defensor del referéndum que, en 2020, redujo el número de diputados en 230. Sin embargo, el sustancial recorte en el número de escaños, combinado con el muy cuestionado sistema electoral actualmente en vigor –de nuevo, impulsado por el PD de Matteo Renzi en 2017– tuvo un impacto muy diferente entre las dos coaliciones. Mientras que la derecha manejó el asunto con bastante suavidad, los problemas del PD para asignar un número (cada vez menor) de escaños seguros entre sus corrientes internas y los miembros de la coalición se hicieron muy públicos, ofreciendo una imagen adicional de debilidad.
Como siempre, pero posiblemente más de lo habitual en esta ocasión, lo que se puede esperar de la que probablemente será la primera ministra Giorgia Meloni sigue sin estar claro. El éxito de Meloni radica, de hecho, en su capacidad para hacer malabarismos entre diferentes narrativas, a menudo contrapuestas: ansia de credibilidad internacional, sin olvidar a las bases de su partido. Por un lado, el anunciado “atlantismo”, la clara condena de las acciones de Putin, la oposición con tacto a Mario Draghi. Por otro, en lo que posiblemente fue el punto más bajo de la campaña, Meloni compartió el vídeo de una violación cometida por un refugiado en Piacenza, mientras que su mano derecha Ignazio La Russa llegó a afirmar que “todos somos herederos de Mussolini”. El ejemplo más icónico del dualismo de la campaña de Meloni fue su discurso viral en el mitin de Vox en apoyo a Macarena Olona, este junio. Hablando en un español fluido y “de primer ministro”, reiteró, en un tono abiertamente agresivo –que la propia Meloni reconoció después como excesivo– su “sí a la familia natural, no a los lobby LGBT”, entre otras afirmaciones.
¿Qué esperar entonces de un ejecutivo de derechas en el que el presidencialismo postfascista de Meloni coexiste con el impulso de Salvini a la autonomía regional, y el deseo de Berlusconi de complacer al Partido Popular Europeo? ¿Podrá este ejecutivo sobrevivir al abierto escepticismo de los líderes europeos y de las finanzas internacionales? En este sentido, Meloni se enfrenta a una tarea extremadamente urgente: plantear el fin de la ambigüedad de su coalición hacia la figura de Vladimir Putin.
Aunque las elecciones han dado lugar a una clara mayoría parlamentaria, las posibles secuelas se parecen en cierto modo a las de 2013. Entonces, tras dos años de un ejecutivo técnico liderado por Mario Monti, el M5S reunió el 25% de los votos de todo el espectro ideológico: se les votó por representar una nueva esperanza. Un año antes, Meloni había fundado Fratelli d'Italia en desacuerdo con Berlusconi por su apoyo al ejecutivo de Monti. Hoy, su apoyo se basa en última instancia en la misma fe que respaldó al M5S: que la única fuerza de oposición al gabinete técnico saliente lo hará mejor. Solo que, esta vez, los votantes estaban incluso dispuestos a confiar en alguien cuyo pasado fascista no deja de reemerger. ¿Resultará la apuesta más arriesgada de los italianos hasta la fecha? Los próximos meses nos lo dirán.
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